En algún rincón tenía la esperanza de matar las flores con el humo del cigarrillo, por más cruel que se sintiera. Tal vez fuera su única esperanza de vida.
Desde siempre le habían dicho que fumar te mataba. Qué irónico. Lo cierto es que algo tenía que morir, si no eran las flores era él, y ya no sabía que prefería.
Era una noche cualquiera, de semana, cuando comprobó que verdaderamente le daba igual. No hacía mucho frío, pero sus amigos habían insistido en sentarse adentro del restaurante, así que una vez que pidieron la comida, él salió al patio.
Los miró desde lejos: tres parejitas felices, saliendo todos juntos. De Julio y Alfonso se lo esperaba, incluso se alegraba de que estuvieran más juntos que de constumbre, y Jere y Demián prácticamente estaban casados. Pero algo le molestaba de manera continua, insistente, y ese algo era Yaco, que estaba con Oriana, como siempre.
Había intentado ignorarlo. Todo el tiempo. Cada vez que se sentía de esa forma. Pero esa noche tuvo que aceptar que su molestia no venía del frío, no venía del ruido del lugar, no venía de estar pensando en el trabajo, y no venía de ser el único sin pareja. Venía exclusiva, inevitable y lamentablemente de él, de Yaco, y de que no se diera cuenta. Y de saber que si se diera cuenta no le importaría, o peor, se reiría de sus sentimientos y lo insultaría.
Entonces se dio cuenta de que estaba cansado. Por primera vez se sintió realmente de más, no de manera hiriente sino como que estaba perdiendo el tiempo, quedándose ahí parado mirando al resto con dolor en el pecho, literalmente.
Se acercó de nuevo a la mesa, agarró su campera, murmurando algo sobre no sentirse muy bien, y emprendió el camino a su casa. En parte se alegró de que nadie intentara detenerlo. Después de todo era tarde, y al día siguiente tendría que levantarse temprano, y no valía la pena quedarse a ver como todos la pasaban mejor que él.
Llegó a su casa después de un rato que le resultó muy corto, por lo que no quiso entrar en seguida y se sentó en el cordón de la vereda. Respiró lentamente un par de veces, intentando despejar la mente, y encendió un cigarrillo. Por suerte nadie pasaba caminando a esa hora, se le haría raro que lo vieran sentado ahí y probablemente pasaría bastante miedo, pero se alegró de que hubiera un auto cada tanto, aunque fuera para iluminar la calle unos segundos y distraerlo de todo eso en lo que no quería pensar.
Justo cuando empezaba a considerar entrar e irse a dormir, la vibración de su celular le dio posiblemente el segundo gran susto de su vida (el primero de lejos había sido cuando por una confusión pensó que estaban entrando a robar en su casa y resultó ser su papá).
Miró la pantalla e inmediatamemte tuvo el impulso de cortar, pero pensándolo mejor, ¿no era Yaco la única persona con la que realmente quería hablar en ese momento?
—¿Hola?
—¿Mirko? ¿Estás bien?
Nunca sabía que contestar a esa pregunta.
—Sí, ¿por? —repreguntó sin verdadero entusiasmo.
—Porque dijiste que te sentías mal.
Por supuesto que se había olvidado de la excusa estúpida que había inventado para irse lo más rápido posible. Otra vez no supo que decir.
—Sí, no te preocupes, ya estoy en mi casa.
—¿En serio? —Yaco sonó aliviado—. Salí a la puerta un segundo entonces.
Se quedó pensando, pero decidió que no tenía nada de malo decirle.
—Ya estoy afuera.
—Mirá que coincidencia —lo escuchó decir, y de pronto su voz se oía doble, y llegó el tercer susto de su vida porque miró hacia su izquierda, de donde venía el eco, y vio a una figura doblar la esquina y caminar hacia él.
La llamada se cortó, pero pudo respirar al reconocer en la persona que se acercaba la ropa que llevaba Yaco en el bar.
—¿Qué pasó que terminaron tan temprano? —fue lo primero que le llamó la atención, o bueno, no lo primero pero lo más fácil de preguntar.
Yaco se sentó al lado suyo sin cuestionárselo mucho.
—No es temprano. O sea, podríamos haber estado más tiempo, pero no es sábado ni era una cervecería, así que.
Mirko miró el cigarrillo casi consumido que todavía tenía entre los dedos. Tal vez sí había pasado más tiempo del que pensaba.
—Y... ¿qué pasó con...? —Se frenó antes de decir el nombre. Por suerte Yaco no pareció notar que la segunda pregunta que recibía iba a ser sobre su novia a pesar de no venir a cuento de nada. Podría haber sospechado algo.
—Godo se fue a lo de Juli, como todos los días desde hace medio mes —dijo como si fuera obvio—, y me dio curiosidad qué te había pasado así que vine a ver si estabas en tu casa y cómo estabas.
Ni una mención a Oriana. Bueno, mejor así.
—Estoy bien —sonrió un poco, aunque no estaba ayudando a probar su afirmación, y tiró por fin la colilla al suelo—. Ya me estaba yendo a dormir.
Yaco le puso una mano sobre el antebrazo, como sin animarse a agarrarlo.
—¿Ya? —preguntó, a falta de mejores palabras.
—Es tarde —Mirko lo miró, sin entender qué quería.
—No tanto. Quedate un minuto, ¿no? —Parecía tampoco estar seguro de lo que él mismo quería, aunque bien podría ser simplemente quedarse sentado en la vereda al lado de Mirko, ¿no?
A él se le había ocurrido algo ligeramente más grave.
—¿Sabés cómo volver a tu casa? —preguntó, intentando no sonar como un maleducado, y claramente fracasando.
—Obvio, ¿qué tiene qué ver? —Yaco frunció el ceño apenas, y él lo miró de nuevo, buscando por si se había perdido algo.
—¿Estás borracho? —Decidió preguntar para no darle muchas vueltas.
Y Yaco le devolvió la mirada, un poco ofendido pero sabiendo que Mirko tenía cierta razón en pensar así de él, lo cual solo le dificultaba más contestarle.
Así que decidió no hacerlo, en su lugar se acercó hasta sentir que se chocaba con sus ojos y le dio un beso en los labios, repentino pero con cuidado, como si tuviera miedo de quemarse.
La brusquedad con la que se había lanzado lo obligó a separarse una fracción de segundo, como para recalcular el tiempo y el espacio a su alrededor. Al asegurarse de que no estaba siendo rechazado se acercó de nuevo, inclinando la cabeza y ahora sí, cerrando la mano sobre la muñeca de Mirko.
Casi al instante él respondió llevando la otra mano a su hombro, como sabiendo que había que hacer algo pero no exactamente qué, y subió con cuidado hasta tener la mitad de la mano enredada entre mechones de pelo. Con esa seguridad y el beso como ancla, cayendo cada vez más profundo, giró el cuerpo y en un movimiento pasó de estar sentado sobre cemento a la comodidad del jean del chico delante suyo.
Ya no le importaba lo que pensara Yaco, o lo que hubiera pensado, o lo que fuera a pensar. Él la había empezado. Ahora que se aguantara las consecuencias.