—¿Cuántos tatuajes tenés ya?
Alfonso exhaló el humo de un porro que ya casi se terminaba, ante la atenta mirada de Julio en la otra punta del sillón.
—Na, solo dos tengo. Pasa que este es complicado y no quiero que me lo hagan mal —respondió.
—Venite, yo te lo hago —intervino Yaco—. ¿O no confiás en mi talento natural para el arte?
—Llego a confiar en vos y aparezco muerto al otro día, forro —Alfonso le sonrió, pasándole el cigarrillo a Julio.
—Y sin riñones —agregó él.
—Vos callate y compartí el porro, hippie.
—Dejalo, a mí me quiere más —le dijo Alfonso a Yaco—. ¿O no? —le preguntó ahora al chico de rulos negros, mientras se estiraba y lo despeinaba con una mano. Él entrecerró los ojos, lo agarró de la muñeca antes de que pudiera volver a su lugar y tiró, haciéndolo caer sobre sus piernas—. ¡Pará, pelotudo!
Julio ignoró la pregunta y le habló directamente a Yaco.
—Perdonalo, pobre, se pone re bardero cuando fuma —dijo, acariciando la cabeza de Alfonso como si fuera un gato.
Mirko lo miró con una sonrisa. Aunque su amigo todavía no le decía nada directamente, sabía que cuanto más cerca de Julio estaba, más se podía decir que había logrado su objetivo.
—Che, me voy arriba un toque que hay una banda de humo —avisó, intentando no interrumpir mucho.
Por suerte a Julio y Alfonso ya no los interrumpía nada.
—Ay, el sensible —se rió Yaco.
—Salí, artista —rió también, pero para ocultar que el comentario le había molestado.
Yaco no era el tipo de persona que se burlaba de esas cosas. Nunca lo había sido.
Subió a la especie de altillo que tenía la casa de Julio. Siempre le había gustado, quizás por el hecho de que, como vivía solo, toda la casa era como un cuarto decorado completamente por él. Todas las paredes tenían algún dibujo hecho a mano, las lámparas daban una luz agradable, todo el lugar olía a incienso o plantas aromáticas (salvo cuando olía a marihuana, como en ese momento).
En el altillo había una pared entera convertida en biblioteca, un piano en un rincón y una mesa redonda cubierta de anotadores, pinceles, velas, y un libro abierto en el medio.
Por curiosidad, Mirko fue a mirar el libro a ver si entendía algo. No vio ningún título, pero esa página en concreto hablaba del efecto medicinal de la tinta china o algo así. Dio vuelta la página, interesándose en los dibujos que parecían brillar en la semioscuridad. Realmente era un libro hermoso a la vista.
Siguió pasando las páginas hasta que un dibujo perfecto, casi una foto, de una margarita captó su atención. A su alrededor había otras flores, la mayoría le resultaban conocidas, y en seguida se interesó en el texto que las acompañaba. Sus ojos se detuvieron sobre la palabra Hanahaki, seguida de una descripción exacta de lo que venía siendo su vida desde hacía unas semanas.
Lo había encontrado. Una respuesta, una explicación aunque fuera, alguien que pudiera decirle qué le estaba pasando. Siguió leyendo hasta que encontró la que supuestamente era la causa de su condición. Entonces se quedó helado. No había otra posibilidad. Se aseguró de buscarla, pero no la había.
La causa era una sola: un amor no correspondido.