16 - Vincent (1669)

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Dicen que el tiempo ayuda a olvidar y cicatriza las heridas. Había huido toda una vida con la esperanza de que eso fuese cierto: Roma, Milán, París, cualquier lugar me parecía idóneo con tal de permanecer lejos de Amsterdam, lejos de él. 

Ya no era joven, atrás habían quedado las esperanzas vanas de que alguien tan extraordinario como él me amase.

Hacía más de veinte años que me había presentado por primera vez ante él. Entonces había creído que tendría una oportunidad, que quizás él entendiese con unas pocas palabras cuánto lo admiraba y lo amaba, pero no eran las mejores circunstancias, Rembrandt estaba destrozado por la muerte de su esposa y se había embarcado en una vorágine autodestructiva, incapaz de hacerse cargo de su hijo recién nacido, y manteniendo una relación con una mujer horrible que lo utilizaba. El dolor quizás lo había empujado a cometer la insensatez de enemistarse con la guardia ciudadana de Amsterdam, entonces no quise saber los detalles, demasiado decepcionado por el rechazo tácito que él mostró hacia mi persona nada más conocerme. Necesitaba a alguien más para culpar de la muerte de su esposa y, como médico, fui un blanco fácil.

Quizás fue culpa mía. No soy una buena persona, al recibir su carta no pude sino alegrarme ante la perspectiva muy probable de que su esposa estuviese a punto de fallecer. Ni siquiera la conocía, no sé si era una buena mujer, pero cómo me dolió comprobar que Rembrandt la amaba.

Yo era un hombre, peor que eso, el médico que no había llegado a tiempo para salvar a Saskia, yo no tenía lugar en el corazón de Rembrandt si no era para el odio.

–Es usted un gilipolla egoísta. ¿Cree que quiero hablar de arte o de lo que sea con usted?¡Lárguese ahora mismo de mi casa! –me dijo entonces. No quería conversar conmigo, en realidad no quería saber nada sobre mí y yo, es cierto, era tan egoísta que no lo entendía, solo podía concentrarme en que tenía el corazón roto y aun así no podía dejar de pensar en él. Quería haber sido su consuelo, pero no pudo, fracasé en amarle como se merecía.

–Creo que aquí el único idiota es usted. Lo ha perdido todo, ¿y por qué? ¿Por su orgullo? He oído que mordió la mano que le dio de comer –contesté, abriendo la herida reciente del cuadro "Ronda de Noche" que acababa de entregar y que se negaban a pagarle. Solo quería hacerle devolverle a Rembrandt el daño que me había hecho. ¡Desafortunada juventud, maldita estupidez!

Si tenía alguna posibilidad de ser mínimamente apreciado por él, la perdí en ese momento y no dudé en huir de Amsterdam de nuevo. 

Él no era nada mío, pero toda mi vida sentí que lo abandoné a su suerte, que si hubiese sido un poco más amable podía haberme ganado un hueco a su lado como amigo, pero el dolor y la decepción son difíciles de administrar. Mientras él sufría lo indecible yo era tan patético que pasaba mi tiempo bebiendo, pagando a pobres desdichados a cambio de un poco de calor corporal.

Tuvo que pasar lo que pareció toda una vida hasta que la desgracia nos volvió a unir cuando se acercaba la muerte de su hijo Titus, al que no pude salvar. Para entonces, Rembrandt ya tenía 62 años y carecía de la fuerza o la intrepidez con el que yo le había conocido. Estaba cansado de vivir y aceptaba con rabia muda y contenida el patético destino que le había tocado. Había sido un genio y aún gozaba de cierto prestigio, pero vivía casi en la pobreza y estaba enfermo.

Esta vez no hui. Me instalé en un apartamento modesto al lado del suyo. Podía permitirme algo mucho mejor, ya que podía presumir de una muy buena posición económica, pero quería tenerlo cerca y también tener una excusa para poder hablar con él todos los días.

Durante unos meses, sentí que Dios quizás había aceptado y bendecido el amor que sentía, pues Rembrandt llegó a llamarme "amigo mío", pero mi felicidad no duró demasiado, al poco tiempo estuve volcado sobre su cama donde él yacía a la espera de la muerte.

Era el 4 de octubre cuando yo intentaba que tomase la medicina y Rembrandt se negó, entonces supe que sería era el final.

Me arrodillé a un lado de la cama y tomé su mano, le besé el dorso y contuve las lágrimas.

–No hay nada que hacer, amigo mío. Mi patética existencia acaba aquí –murmuró. Parecía bastante en paz con la idea, pero yo no la podía soportar.

–¡No hay nada patético en ti! ¡Eres extraordinario y siempre serás recordado por tu enorme talento!

Rembrandt se rio me miró con sus preciosos ojos llenos de tristeza y simpatía.

—¿Qué talento? Soy un hombre ridículo.

—Yo también soy un hombre ridículo, Rembrandt –confesé, pero no pude añadir nada más, no tuve el valor.

Murió antes de que pudiera decirle cuánto lo amaba, como lo había observado todos esos años, cuanto había llorado y la clase de persona horrible en la que me había convertido, frustrado por un amor sin esperanza. Me dije que si volviera a tener una oportunidad no permanecería haría lo que fuera por permanecer a su lado, renunciando a todo placer carnal si es necesario.

Pero en realidad sabía que para mí no había otra oportunidad, Dios se lo había llevado de mi lado y enloquecí de la rabia. Me subí sobre su cuerpo y lo sacudí entre gritos, llamándole. Mis gritos alertaron a los vecinos e hicieron falta tres hombres para apartarme de él. Proclamaban que me había vuelto loco y no les faltaba razón.

Se había ido, el hombre más extraordinario que jamás había conocido y lo único que podía hacer por él era asegurarme de que su nombre jamás cayese en el olvido.

Aún tenía muchos contactos en la ciudad y me atreví a hacer lo que tenía que haber hecho hacía años, pedí ver el cuadro que Rembrandt había pintado para la Corporación de Arcabuceros que debía decorar el Gran Salón del Kloveniersdoelen, sede de la milicia.

Lo que vieron mis ojos fue absolutamente magnífico y solo me hizo amar más a su autor. Entendí el miedo de los oficiales ante la audacia de la historia oculta en el cuadro, la acusación de asesinato, sutil pero visible si sabías encontrar los indicios. Había que tener mucho valor o ser muy insensato para atreverse a algo así, no por nada se habían negado a pagarle y discutían guardar ese cuadro donde nadie pudiera verlo. A lo largo de los años, había pasado la mayor parte del tiempo en un almacén y en ese momento estaba colgado en su lugar legítimo solo a petición mío, para que pudiese observarlo en el lugar para el que fue concebido. Había una mayoría tácita que esperaba descolgar de nuevo el cuadro en cuanto yo me fuese, tal era el poder de una imagen y el miedo que un hombre podía causar después de muerto.

—Sí osáis quitar este cuadro de aquí os juro que nunca os atenderé aunque agonicéis de dolor y vuestra vida este en mis manos –les aseguré, mirando a todos altos cargos de la milicia, presentes en la sala. Por mi expresión, ninguno dudó que hablaba con honestidad y la inquietud se extendió como la pólvora.

—¡Usted ha hecho un juramento de curar! –gritó uno de ellos, alzándose entre los murmullos, mi ira era terrible.

—¡Y los soldados están para proteger a la gente! ¡¿Queréis seguir hablando de lo que se supone que debería hacer cada uno y no hace?! ¡Porque me parece que en ese caso necesitaremos despejar una semana entera para este propósito! ¡Probadme y la única razón por la que abriré vuestros cuerpos será para escupir sobre ellos! ¡Tratad de hacerme daño y pondré a todo el gremio de cirujanos en vuestra contra! ¡Sabéis que puedo hacerlo!

Nadie fue tan insensato como para replicarme, en realidad, sabían que no tenía sentido. Incluso si el crimen oculto en el cuadro era una vergüenza para la milicia había pasado tanto tiempo que ya nadie podría condenar a los responsables por ello.

—¿Y esa es tu única petición, que el cuadro quede a la vista? –preguntaron, ya de forma más diplomática.

—No a la vista, aquí, en el lugar principal que le corresponde. Habéis destruido a un buen hombre, no dejaré que destruyáis también su memoria.

–Muy bien, lo haremos. Pero tenga por seguro que aún de ese modo nadie conocerá dentro de diez años el nombre de Rembrandt.

Su tono de burla y las risas de aprobación de los que le rodeaban fueron insultantes, pero me mantuve firme. Esto era todo lo que podía hacer para preservar el amor de toda una vida.

Yo creo en él, en su legado: antes, ahora y siempre.

Hacia las estrellas [Johnlock crossover]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora