Capítulo 1. Tres meses después

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El sombrío corredor del edificio se había convertido en una sala de espera. Con las manos en los bolsillos y rostro circunspecto, Ellery consideraba la montaña rusa de acontecimientos pasados. El calendario anotaba mediados de febrero y el frío invernal adornaba las calles de la ciudad. El tiempo había volado desde el juicio contra el doctor Anderson. Los recuerdos del proceso penal todavía alteraban los nervios de la élite social.

Las víctimas halladas en el sótano eran el principio de una larga lista de asesinatos. En cuanto la doble cara del intachable vecino de City Island salió a la luz, la policía no esperó sentada a una orden judicial para cavar en el jardín trasero de la mansión. Y lo que encontraron les dejó con un mal sabor de boca durante meses.

Bajo la tierra descansaban los esqueletos de al menos diez mujeres. Sobre la conciencia de todo aquel que alababa al médico se hizo patente una dolorosa verdad: el afable, inteligente y atractivo Jeremy Anderson los había engañado a todos.

Pero lo que más afectó a los oficiales fue la búsqueda de los familiares. Se armó un gran revuelo. Largas colas de allegados tremendamente desolados desfilaban por la comisaría en busca del inspector, sobre el que había recaído la tediosa tarea de informarles del motivo de la muerte de sus hijas. Algunos se derrumbaron allí mismo, en su despacho; otros clamaron venganza contra Anderson y la jefatura de policía por no haber resuelto las desapariciones antes de que la tragedia contara con más de dos cifras por número.

El inspector Queen asentía y callaba sin contradecir las recriminaciones que se amontonaban en su contra. Él tenía la inmensa suerte de que su hijo y la joven Toldman hubieran salido ilesos, a diferencia de las desafortunadas familias que le gritaban hora tras hora que lo habían perdido todo. ¿Acaso no tenían derecho a expresar su frustración, aunque estuviera mal dirigida? Por supuesto que no se lo iba a negar a nadie.

El fiscal, dispuesto a hundir en un ataque masivo al doctor Anderson, se presentó en casa de los Toldman con su tropa de abogados. Aurora era la única superviviente de la masacre. Todo el proceso judicial recaía sobre los dos escritores, respaldados por las numerosas familias y la impotencia del ministerio.

Ellery y Aurora unieron fuerzas en los meses de juicio. Ambos accedían a la sala juntos, como si formaran una pieza común que solo separaba temporalmente la petición del fiscal del distrito de subir al estrado. Y del mismo modo se marchaban de aquel espacio que desintegró a la nada la privacidad de sus vidas, sin mirar atrás ni atender a los cientos de flashes que se interponían en su camino a la libertad.

Pero a pesar del apoyo con el que Aurora contaba, el proceso penal resultó un duro golpe para ella. Las frías e imparciales preguntas de la Fiscalía y la Defensa, con la ambición de crear una imagen de la única superviviente acorde a sus visiones del caso, quebraron su entereza: la Fiscalía retrató a una Aurora inocente e inmadura que se dejó engañar por un monstruo descabellado; la Defensa, muy al contrario, presentó a una mujer calculadora y astuta que objetivaba alzarse en sociedad.

Meses atrás...

<<—Señores y señoras del jurado —comenzó el fiscal, levantándose y caminando hacia la zona de la sala donde los doce individuos seleccionados lo atendían como jugadores profesionales de póker—, quiero que contemplen a la mujer sentada en primera fila unos minutos. ¿Qué es lo que ven? —les preguntó—. Les diré lo que yo veo: veo un ángel, señores, un ángel misericordioso que ha perdido sus alas a manos de un demonio. ¡Por qué no!, del mismísimo ángel caído. —Los doce inspeccionaron a Aurora sugestionados por las palabras del fiscal. Luego desviaron la mirada hacia Anderson, sentado en la mesa de la defensa con su distintivo porte educado y el rostro diabólicamente templado.

>>—Una mujer con una inocencia que escasea en nuestra sociedad, señores, que no ve maldad en el rostro de a quien mira, sino todo lo contrario. Encuentra ese pedacito de bondad y lo hace grande, luminoso, como es ella. Y eso hizo con el señor Anderson. El problema es que este hombre —señaló al acusado— no tiene esa luz, ese signo de piedad. No tiene nada, no tiene alma. ¿Cómo va a tener alma un hombre que ha cometido más de veinte asesinatos y que se sienta en esta sala sin una demostración de remordimiento? Si yo estuviera ahí sentado bajo los mismos cargos que se le imputan a ese hombre, no podría sostenerme en pie.

[7] Ellery Queen: Un delirio místicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora