Capítulo 3. La carta

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Aparcó frente al bloque de edificios de la 87 oeste y apresuró el paso. La brisa glacial le entumecía los dedos y se colaba entre el montón de prendas, esparciendo soplos que su cuerpo compensaba con sistemáticos escalofríos.

Remontó las escaleras de dos en dos y se introdujo en el piso casi de un salto. A segundos de estampar la suela del zapato en la superficie, un sobre amarillento y surcado de arrugas a unos centímetros de la entrada lo frenó con la pierna en el aire. Se fijó en que el remitente estaba en blanco. Su nombre saturaba la porción posterior junto a la dirección y un sello del estado de Indiana.

Extrañado, tomó el sobre y estudió la abertura ligeramente rota mientras se aproximaba al sofá. La carta que contenía estaba doblada por la mitad y, al igual que el envoltorio, carecía de buenas condiciones. Al desplegar la hoja, su rostro se contrajo.

Frases con una sintaxis que insinuaba un grave infantilismo mental o una broma de mal gusto se amontonaban en la nota. Las oraciones sobrecargaban los renglones entrantes sin conservar una alineación precisa. La caligrafía era diminuta en algunos párrafos, casi imperceptible, y grande y con una fuerte presión del trazo en determinadas secciones. La omisión de vocales y los neologismos dificultaban la lectura. Pero aquello no era, precisamente, lo más llamativo. Insólitos símbolos aderezaban los márgenes de la hoja, caricaturas ilegibles y, valoró Ellery, ciertamente grotescas.

En un primer momento se decantó, con toda seguridad, por una tomadura de pelo de cualquiera que conociera su segunda vocación. Sin embargo, el texto le había despertado una perturbadora inquietud. Aquel jeroglífico indescifrable se desarrollaba en torno a una temática concreta: alguien estaba en peligro y necesitaba su ayuda. Su ayuda en relación a un hecho que no llegaba a comprender, pero que, por las súplicas que saturaban los enunciados, parecía sumamente crucial.

Se rascó el mentón releyendo la carta por tercera vez. Otorgarle valor de verdad resultaba hasta cómico. La falta de coherencia le hacía cuestionarse la salud mental del emisor, dada la dificultad para transmitir con armonía sus pensamientos. Pero, y eso no podía negarlo, había sido lo suficientemente inteligente como para demandar su auxilio.

La suspicacia adherida a la personalidad de todo policía o detective replanteaba la autenticidad de la carta. Sin embargo, un rasgo predominante de su carácter, dinámico e inevitable, ese rasgo que lo coaccionaba a involucrarse en misterios y problemas inauditos, tomó la delantera. Con el descanso que se había prometido a finales del año pasado, donde la presencia de un caso le originaba una aversión inmediata, había perdido el estímulo de implicarse en vidas ajenas. Y justo en ese instante, imparable, la curiosidad le susurraba al oído.

Posó la carta en su regazo. Ellery había sacado una idea en claro que, en parte, le hacía aguantar la risa y que, por otra, sumaba puntos a la psicopatología de aquel estrambótico cliente. En suma, le describía como un guerrero que los mismísimos dioses habían enviado a la Tierra. Un guerrero que se movía entre los suburbios y las callejuelas más deprimentes de Nueva York, que impartía justicia a la podredumbre social que destruía el atributo humano, cuya voz era escuchada por instancias superiores. Reiteraba su auxilio contra los atroces asesinatos de los que había sido testigo en Cornet. Y temía por su propia vida.

La despedida constaba de una rogativa y la firma pueril de un tal Kayn.

La mirada de Ellery se ensombreció al constatar la fecha de envío. Dos días atrás. Cabía la posibilidad de que ese hombre, si sus sospechas eran veraces, ya estuviera muerto. Pero también contemplaba la alternativa contraria, y una tercera, versada en un delirio sistematizado y muy abrumador.

La duda se abrió paso en Ellery. ¿A qué estaba dispuesto a renunciar? Si optaba por satisfacer su necesidad de estar junto a Aurora, ignoraba a ese tal Kayn y la probabilidad de que realmente estuviera en grave peligro. ¿Podría su conciencia lidiar con los remordimientos? Pero si se decidía por el desconocido, Aurora quedaba relegada a un segundo puesto, lo que le generaba una dolorosa opresión en el pecho.

[7] Ellery Queen: Un delirio místicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora