Capítulo 16. La mañana de la festividad

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Aurora escuchó el teléfono desde la cama. Un aplastante peso interno le quitaba la energía, el hambre, el placer, y también el sueño. No podía ni quería dormir. Esconderse bajo las sábanas era una segunda cárcel.

Sus ojos vagaron hacia el escritorio. La máquina de escribir desprendía un halo de humillación que la coronaba reina de la deshonra literaria. Toda su motivación, toda la pasión que derrochaba en cada párrafo, había muerto con ella.

La melodía telefónica resonó en el salón. Ocultó la cara en la almohada. No le apetecía escuchar a nadie, aun con la posibilidad de que fuera Ellery quien llamara, necesitado de contarle sus averiguaciones en Cornet. Sentir el entusiasmo en su voz mientras ella sobrevivía día a día le provocaba una angustia que no estaba dispuesta a acrecentar. La promesa de regreso de Ellery la arrastraba el viento con una celeridad afín a las ráfagas de tristeza que hacían fluctuar su ánimo.

¿Hasta cuándo podría esperar encerrada en la nube tóxica y absorbente de Nueva York? Ellery había huido de la ciudad, podía liberarse de las ataduras. Ella, al contrario, seguía atrapada en un castigo injusto, y todo por esperar al hombre que alejara su dolor.

Cuando el repiqueteo del teléfono cesó, se sintió algo más calmada. Nadie la molestaría por un tiempo. Podía quedarse allí, en la oscuridad de su nuevo hogar, intentando entender a las sombras que le murmuraban al oído su falta de valor.

Se destapó y colocó los pies descalzos en el suelo. Temerosa, torció la cabeza y desafió la imagen del espejo. Sus ojos ya no eran aquel fantástico universo irisado. Unas terribles ojeras cavaban profundos pozos violáceos. La palidez de la piel la retrataba como a un fantasma. Una calcomanía externa de la pesadumbre que portaba consigo. Pero comprendió que a Arthur no le faltaba razón: tenía que afrontar de una vez el sufrimiento. Culpar a Ellery por su ausencia no solucionaba las cosas.

Frente al espejo, contempló el cuerpo que escondía el pijama. Sus manos oscilaron ante la tentación de una evitación instantánea. Trató de mantenerse firme. Entre estremecimientos, se quitó la camiseta y la echó sobre la cama. La cabeza quedó gacha, titubeante, mientras cuestionaba su capacidad.

—Hazlo.

Fue levantando la mirada muy despacio. Recorrió sus piernas. Se detuvo al principio del abdomen. La exposición que se estaba obligando a realizar requería de una entereza que no poseía.

—Hazlo —volvió a susurrarse.

Con la respiración agitada, enfocó la primera de las cicatrices. Una larga herida blanquecina partía del ombligo y concluía cerca del pubis, parcialmente oculta por el pantalón. Contuvo las náuseas. Debía seguir. Sus ojos fueron intercalando porciones de torso, colisionando con las escarificaciones que, como un mapa, transformaban la piel. El llanto fluía silencioso.

Sin darse cuenta, contactó con su propio reflejo esmeralda.

Se quedó fija en aquel verdor extinto. Tenía que admitir su nuevo yo, acostumbrarse al reflejo que la acompañaría toda la vida, aceptar su nueva imagen corporal. La crueldad cincelada en su cuerpo la saludaría cada día, sonriente, recordándole que ya no era ella.

Llevó la mano al abdomen y acarició una de las tantas cicatrices que la atravesaban. El tacto grueso de la carne magullada nubló su visión. La transportó lejos de la seguridad de su habitación, a la abusiva oscuridad que la tragaba. Aquella simple sensación táctil era tan pesada como un bloque de hormigón anclado a sus hombros.

Observó su rostro cubierto de lágrimas.

—Tú no eres la culpable —intentó autoconvencerse—. Pero esta eres tú.

[7] Ellery Queen: Un delirio místicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora