Una de las cosas que su padre siempre le había dicho, era que el tiempo pasaba más rápido cuando lo estaba disfrutando. Mikhaeli sabía que, en parte, aquello era cierto. Lo sentía cada vez que se sentaba a pintar o a dibujar, las horas volaban la mayoría de la veces. Y en las que no, era porque, en efecto, no lo disfrutaba, sino que se frustraba y se exigía a sí mismo más de lo que era correcto.
Eso era algo que lo acompañaba últimamente, esa sensación de desconexión que lo hacía consciente de nada y, al mismo tiempo, de todo. Era verlo todo a través de una burbuja, pero sentirlo tan hondo, cavando tan profundo, que solo podía concentrarse en un sentimiento a la vez.
Durante esas tres semanas que habían transcurrido desde que Selena despareció, Mikhaeli solo sentía preocupación. Con ello, venía el miedo, la frustración, la tristeza. No había ocurrido nada además de un montón de entrevistas y policías llenando las calles, de noches silenciosas y rostros angustiados que apenas reconocía y que, a pesar de ello, dolían en su interior con cada pulsación.
Afuera estaba lloviendo, de nuevo. Las gotas golpeaban la ventana y los relámpagos relucían en la moqueta antes de que los truenos se escucharan. No era tarde, sin embargo. Todavía había luz suficiente para que no necesitaran encender las lámparas, Mikhaeli calculaba que debían ser alrededor de las cinco.
Su teléfono descansaba a un costado. La pantalla se encendía cada tanto tras recibir una llamada, sus ojos siempre se quedaban en ella hasta que se apagaba y llegaba la notificación de que la había perdido. Lunna no decía nada, pero Mikhaeli sabía lo que pasaba por su mente.
O al menos, iba entre dos posibles opciones.
Se llevó una cucharada de helado a la boca. A Mikhaeli le gustaba el de galleta, y a Lunna, el de menta. Aunque en un principio ninguno fue consciente de por qué escogieron el de fresa, en el momento en que subieron al taxi, que compartieron una mirada fugaz, comprendieron lo que estaban haciendo. Ese era el favorito de Selena.
—¿No vas a atender? —Le preguntó Lunna una vez que su teléfono se iluminó de nuevo. Mikhaeli tomó una cucharada más grande de helado y se atapuzó con él—. Ya veo. ¿Quién es?
—Nadie.
Lunna se apartó, acomodándose en el respaldar de la cama.
—Imagino que alguien importante —dijo Lunna—. Solo evitas a las personas que te importan.
—¿Qué?
—Si no te importara, ya habrías contestado. Lo mandarías a la mierda.
Mikhaeli no respondió.
A pesar de que parecía querer hacerlo, Lunna no insistió. Se enfocó en su propio teléfono, en mirarlo de reojo a través de sus pestañas postizas y el par de ojeras bien disimuladas. No eran muy diferentes a las suyas. Mikhaeli apenas podía dormir dos horas seguidas antes de que las pesadillas regresaran.
Ya no eran tan traumáticas como antes, Mikhaeli ya no podía recordarlas. Sin embargo, eso todavía no se sentía como un logro. Estaba exhausto. Todos tenían esa expresión distante en el rostro, los pies que se arrastraban por el suelo y las manos inquietas. Quizás, unos más que otros.
Calum se había mudado a su casa. Mikhaeli no había preguntado por qué pero no hacía falta, los padres de Calum nunca le habían agradado y Calum sobrellevaba todas esas cosas que se le fueron acumulando estudiando. Pasaba todo el día metido en su computadora y, cuando no, leyendo, anotando cosas y caminando de un lado a otro con una taza de café. Ache hacía mucho ejercicio, corría dos veces al día durante al menos una hora y media y trabajaba demasiado. Se mantenían ocupados.
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Silverywood: Una puerta al Infierno ©
FantasiaLos demonios no solo viven en su cabeza. Mikhaeli Cox es un joven pintado por los fantasmas del pasado. El peso de la memoria, y a veces del cuerpo, lo ha llevado a alejarse de su familia, amigos, e incluso de la persona que solía ser. Luego de un a...