«emboscada»

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Respira, se pedía a sí mismo, temiendo cometer una equivocación. Solo respira, tú puedes.

Ambas manos reposaban sobre las ruedas de aquella vieja silla gris, de manera que impulsarse y dirigirse hacía la cocina fuera más fácil. Sólo debía de sonar convincente, tenía que hacer las cosas como Demian se las había pedido.

Cuando llegó vió a su madre de espaldas, con una cuchara de madera en la mano, removiendo el contenido de una gran olla negra. Observó su cabello rubio recogido en un moño alto y la forma en la que el cárdigan beige ocultaba su figura femenina.

—¿Mamá?—la llamó en voz alta, sintiéndose extraño. Las manos le sudaban, pero intentó esconderlo poniéndolas sobre su regazo.

La mujer rubia se giró presuntamente y le obsequió una dulce sonrisa a la vez que bajaba el fuego de la hornalla y colocaba la tapa a la olla.

—¿Que sucede amor?—consultó, llegando hasta él.

—Olvidé mencionarte que Demian salió hace un momento—comenzó presuroso, intentando sonar lo más calmado posible—. Es decir... Sabe cuánto me gusta leer, y para no molestarte a ti, le pedí que fuera a la biblioteca por un par de libros para mí. ¿Está mal?—preguntó, ocultando el nerviosismo que sentía, aquel que hacía que sus manos temblaran.

La mujer le sonrió y se acercó hasta él para besarle la frente.

—A tu padre no le gusta que Demi salga por la noche, pero creo que puedo hablar con él luego de cenar... No se molestará.

Él asintió, con aquel dolor en la boca del estómago haciéndolo volver a la realidad.

—Está bien. Iré a mi cuarto. Claro que... Si no necesitas nada.

Ella negó y volvió a darle la espalda, sin perder la sonrisa en sus labios carmín. Siguió revolviendo el contenido de la olla y Tim se encontró aliviado.

Le había mentido a su madre; se sentía fatal, pero se repetía una y otra vez que era por un bien mayor, para complacer al rizado y que él le devolvivera lo que hace tantos años le había quitado.

Cuando volvió a su habitación soltó todo el aire que había estado conteniendo en sus pulmones.

Recordaba a la perfección la conversación que había tenido la noche anterior con su primo, y las miradas de odio que se habían dedicado él y su hermano durante el desayuno y el almuerzo.

—Prométeme que no le harás daño—pidió, teniéndolo frente a frente, observando sus pronunciados hoyuelos—. No lo harás, y no necesito que lo hagas porque tu palabra no tiene valor para mí. Dime, si eres tan poderoso, ¿qué falta te hago yo? Un inválido...

—¿A caso no te das cuenta?—preguntó, analizando el rostro infantil de su primo con cuidado; pasando la vista de su pequeña y fina nariz hasta sus labios rojizos y carnosos, aquellos ojos miel que lo único que irradiaban era pureza—. Te hago un favor, Tim. A tu hermano no quiero tenerlo contra mí, tampoco deseo hacerle daño, pero si es lo que debo hacer... Pues, entiende que simplemente lo haré—le sujetó la mano pálida y sonrió. La luz de la luna hacía que su rostro se viera distinto, mucho más sombrío que de costumbre.

—Eres egoísta. No me necesitas, ni yo a ti. No tengo que soportar todo esto, puedo decirselo a mis padres y te enviarían a un loquero.

—Y a ti conmigo, ¿no es así?—le soltó la mano y se puso de pie, empujando la silla de ruedas lejos del alcance del rubio—. No te escucharon cuando dijiste que yo lo hice, creyeron que eras un pobre niño lisiado y confundido que odiaba a su primo. Aunque lo haces, y me gusta eso, Tim—lo vió sonreír mientras tocaba el anillo negro de su dedo anular, con la vista clavada en su pecho—. Tu alma es tan exquisita... Me odias, y también odias a tu padre, aunque entre tú y yo no hay necesidad de fingir que no lo sabemos—le guiñó un ojo y la sonrisa se volvió más ancha.

AntichristDonde viven las historias. Descúbrelo ahora