Parte segunda. «pueblo chico, infierno grande»

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Greendale era magnífico. Podías acceder al pequeño pueblo por la ruta seis, que se encontraba rodeada de grandes robles y fuertes abetos. Era como tener un pequeño fin del mundo, aislado de los demás pueblos, separados por hectáreas de verde bosque.

Todo allí gritaba pureza, desde que el sol aparecía en el cielo despejado hasta que  desaparecía entre las copas inmensas de los árboles.

El rizado se sentía descolocado, mucho más teniendo en cuenta el tipo de personas que vivían allí.

Religiosos hasta la médula, era la mejor manera de definirlos. Dedicaban la mayor parte de su tiempo a las misas aburridas que auspiciaba un viejo cojo, de gruesos anteojos y pelo graso, el padre Arthur.

Las mujeres fingían ser madres y esposas ejemplares, pero la verdad era que la mayoría estaba demasiado lejos de aquello. Por ejemplo, Johanna Petrova, una rusa que aunque llevaba más de diez años viviendo en Inglaterra aún no manejaba el inglés de forma fluída, a la cual le gustaba beber botellas completas de vodka y también castigar con severidad a sus hijos.

Los hombres parecían amables, fuertes. Temerosos de Dios, que amaban al prójimo y cumplían al pie de la letra todos los mandamientos. Pero había algunos como Josh Anderson que disfrutaban acechando jovencitas, pagándoles para que lo masturbaran en el bosque.

Seres deplorables, por donde quiera que vieras. Demian podía olerlos a kilómetros de distancia, y era nectar puro que no pensaba desaprovechar.

La primera semana fue difícil. Jared era realmente un malnacido que se encargaba de recordarle todo el tiempo al ojiverde de donde venía, que lo culpaba por la muerte de su abuela. Tim se mantenía alejado de él, observándolo siempre por el rabillo del ojo y respondiendo monosílabos cada vez que le dirigía la palabra; le tenía pavor, porque sabía que las manos que lo habían empujado de las escaleras eran las de él, que no había imaginado aquella risilla siniestra a sus espaldas un segundo antes de perder la consciencia. Era el único que realmente sabía lo mal que estaba el rizado, lo peligroso que era, y por eso no entendía el placer que sentía su hermano mayor, Simon, al desafiar al muchacho.

Cada vez que el castaño hacía un comentario fuera de lugar o lo insultaba, Demian solo sonreía de lado y clavaba las uñas en la palma de su mano, haciéndose daño.

Estaba cansado; se sentía solo, confinado a las cuatro paredes llenas de humedad y tristeza, con una foto de su abuela en la mesa de luz que se tambaleaba cada vez que la tocaba. Extrañaba demasiado a sus amigos, daría lo que fuera por oír nuevamente la risa jocosa de Nick o bromear con Logan acerca de algún idiota de la escuela.

Además de aguantar a sus estúpidos primos y a su tío, debía de tolerar con sonrisas fingidas a sus aburridos compañeros; muchachos hormonales que, para su descontento, eran amigos de Simon y no le daban un respiro.

Extrañaba tanto al ángel, sus cabellos lacios y castaños, sus ojos azules que siempre lo miraban con devoción, las manos cálidas y pequeñas que acariciaban sus rizos con ternura. Era aquella fragancia dulce la que más falta le hacía, esa sensación de tranquilidad en su pecho, que presentía nunca volvería a sentir.

Intentó no hacer maldades, aunque resultara realmente difícil.

Aquella noche había decidido aventurarse en el bosque, que como en los cuentos de hadas, de día era uno y de noche otro. Y era totalmente cierto, porque el césped que lucía verde con los rayos de sol encima, los árboles que se alzaban espléndidos y el cálido viento que corría desaparecía por completo llegado el anochecer. Podía sentirlo, no era en vano que su padre lo hubiera enviado a un lugar así; las sombras danzaban en aquel tenebroso lugar, en el que incluso las ventiscas frías parecían susurrarle al oído.

AntichristDonde viven las historias. Descúbrelo ahora