6 - T I G R A

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Después de comer, tomamos habitaciones separadas.

—Mañana saldremos, está lista temprano —fue lo último que me dijo.

A mí me parecía tan extraño el hecho de dormir en el mismo lugar que él, aunque fuera separado por muros. Todo era tan extraño. Todo parecía una mentira.

Sentía, además, una enorme curiosidad. No me imaginaba a dónde iríamos.

Tomé una ducha para quitarme la champagne de la piel, además del olor a sudor y desesperación que portaba debido a las emociones de la noche.

D’Angelo me había dado una camiseta blanca y unos holgados pantalones. Estaban impregnados de su olor, así que cuando tuve la ropa puesta, acerqué el cuello de la camisa a mi nariz con una mano e inspiré hondo como toda una buena acosadora.

Me lancé sobre la cama y hojeé el diario detenidamente. Todas las hojas estaban en blanco.

Quise escribir. Acerqué la punta de la pluma a la hoja en blanco, pero me detuve justo a un milímetro del papel.

Respiré hondo. Me puse en pie y mis dedos se hundieron en mi cabello. Empecé a caminar de un lado a otro de forma nerviosa.

«No puedo hacerlo», me decía.

Muchos rostros brotaron en mi memoria y muchas historias por cada uno de ellos. A veces sentía que, aunque el tiempo pasaba, mi mente seguía en aquel lugar y recordaba sus exactas palabras, como tatuadas en mi memoria.

Recién había llegado al sitio. El viaje en avión había sido aterrador. El señor que me había tendido la mano había sido muy amable, sólo hasta que subí a la camioneta. Me había imaginado con entusiasmo que sería placentero y había alejado el triste pensamiento de abandonar mi hogar, mis cosas y las cosas de mamá, reemplazándolo por la idea de que así, papá me buscaría.

Papá me había entregado a unos extraños, me había abandonado, y pensé que con aquello le daría una lección, pensé que, al tenerme lejos, me extrañaría demasiado e iría a buscarme y me pediría disculpas por haberme abandonado y, entonces, volveríamos a casa, juntos.

Imaginar una vida sin mamá me era imposible. Cada vez que lo hacía sentía un hoyo negro y la necesidad desesperada de salir de él, porque la realidad era que no quería vivir en un mundo sin mamá. Me era imposible imaginarlo y me era imposible imaginarme a mí en un mundo sin ella.

Sin embargo, cada vez que esos pensamientos aparecían, me reconfortaba la idea de que papá y yo volveríamos a estar juntos, pues siempre que salíamos, él me tomaba la mano y me pedía que no lo soltara para no perderme, me iba a buscar a la escuela y no me dejaba andar nunca sola para poder cuidarme siempre, tal vez se enojaría mucho conmigo, pero así recordaría que me amaba.

Cada vez que le preguntaba al señor a mi lado a dónde íbamos, no respondía, y eso empezó a asustarme. A medida que el vuelo transcurrió, yo sentía en mi pecho unos nervios que se iban agigantando cada vez más.

Cuando llegamos a una hermosa mansión, me sentí feliz. Era el tipo de ambiente al que estaba acostumbrada. Sin embargo, toda esa felicidad se esfumó cuando ví por primera vez a la señora Rockefeller. Tenía un vestido púrpura y el cabello recogido en un estricto moño. Cuando me dió la mano, me apretó con tanta fuerza que chillé y tiré, tratando de que aflojara un poco, pero me apretó con más fuerza y me llevó a rastras a una habitación contigua, dónde me esperaba nada más y nada menos que un doctor. 

La señora Rockefeller me dirigió una mirada de advertencia y yo decidí no chillar, ni gritar, ni patalear. Me portaría bien porque no quería que me clavaran una aguja, ni nada parecido.

D'ANGELO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora