19 - Cassandra Clark

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Promételo.

Quise retener ese momento, en el que pude sentir el fuerte y firme latir de su corazón a través de la tela de su camisa.

—Te lo prometo.

Alcé los ojos hacia él y había algo en su mirada diferente al resto de las veces. Quisiera haber podido leer su pensamiento en aquella ocasión.

Siempre me parecía tan hermoso. Observé cómo su cabello negro azabache se rizaba sobre su frente, sus labios, que eran como si un artista se hubiese esmerado en cada línea y cada pincelada para hacerlos lucir como una obra de arte enmarcada por su mandíbula y sus ojos, que había descrito tantas veces ya, sus ojos color tormenta. Pero nada de eso era lo que me ataba a él como un hilo, lo que más amaba de él era algo que aún no descubría del todo, pero estaba segura de que estaba allí, en la profundidad de su tormenta.

Me separé de él, pues en nuestra condición de novios sin derechos no era correcto tampoco estar tan cerca el uno del otro sin ningún motivo.

Y me incomodé, pues ya no sabía que hacer. Incluso consideré no relatar esta parte de la historia, pues no quería incomodarlos también a ustedes con escenas embarazosas —las cuáles es preferible no contar— pero tanto las cosas buenas como las malas, las interesantes y las aburridas, todas se entrelazaron, y de no contarles alguna, seguramente no comprenderían el final de lo que sucedió conmigo y con D’Angelo.

Él me miraba, tanto que incluso traté de esquivar sus ojos. Me sentí más vulnerable que nunca. Siendo examinada por él, el rubor no tardó en subir a mi cara y entonces casi tuve que agachar la cabeza y me molesté.

Siempre fui como una dinamita, con una mecha de un milímetro de largo.

—¿Qué me ves? 

Él frunció el entrecejo, como si se le hubiese olvidado hacerlo y mis palabras le hubiesen recordado que ese era su estado natural. Cualquier otro hubiese rehuído la mirada y se hubiese disculpado, apenado. Pero él, de ser posible me miró con más intensidad, actuando exactamente como si yo no hubiese dicho palabra alguna. Era frustrante.

Traté de irme, irritada, pero su mano se apoyó en la pared detrás de mí, a un lado de mi cabeza, cortándome el paso, haciendo que no pudiese hacer otra cosa que retarlo viéndolo a los ojos.

Hay miradas penetrantes, pero la suya era como si en vez de estar viendo mis ojos, estuviese leyendo los secretos del universo a través de mis pupilas. No era para menos que me dejara muy nerviosa.

Entonces habló, con su voz baja que a mí me sonaba seductora. En realidad, todo en él me parecía seductor. Y estar acorralada no mejoraba la situación.

Lucía enojado.

—Quiero pedirte que no vuelvas a ponerte en peligro de esa forma, Corona —expresó con aquella fría educación.

Parpadeé repetidas veces. De todo lo que habría podido decir, no me esperé esas palabras.

—Necesito volver —afirmé, tratando de indagar en sus ojos el motivo de por qué no debería—, necesito saber que estará bien y que no le harán nada malo.

Ahora fui yo quien lo miró fijo.

—Sé que no puedes entender mis motivos, D’Angelo, pero lo necesito. 

Su respuesta fue fría, cortante.

—No es lugar para ti, Corona.

Apreté mis labios.

—Eso no lo decides tú.

A cada palabra mía, su entrecejo se arrugaba aún más.

—¿Quieres que te enumere los motivos? —empezó, con su tono de señorito-académico-graduado en Harvard-seriecito-educado en escuela católica. Puse mis ojos en blanco ¿Quién se creía él para regañarme?—Pues bien, en primer lugar, sería muy fácil para ella manipularte. Mírate, casi me disparas y soy tu... —vaciló, al igual que yo, era bastante difícil hallar una palabra para lo que éramos—aliado.

D'ANGELO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora