A la mañana siguiente, me desperté desparramada en la cama, con los brazos extendidos hacia una esquina y las piernas extendidas hacia otras dos esquinas. La frontera de almohadas había quedado reducida a un desastre bajo mi estómago.
Me decepcioné un poco al ver que él no estaba.
Me levanté envuelta en la cobija y caminé descalza hasta el baño, acerqué mi mano al pomo, justo cuando la puerta se abrió y apareció él, con el cepillo de dientes aún en su boca y una toalla colgando de su hombro.
Retrocedí de forma mecánica.
Murmuramos un rápido "buenos días" y nos evitamos lo máximo posible. Desayunamos hamburguesas y a las 8:00 A.M. abordamos el avión de regreso pero, esta vez, no regresamos al apartamento.
Volvimos a la mansión.
Avanzábamos por la autopista principal en un elegante coche negro, de vidrios ahumados, con un silencioso chófer al volante. D’Angelo estaba sentado en un extremo del asiento y yo al extremo opuesto, evitándonos lo máximo posible. El aire era espeso e incómodo y ninguno de los dos deseaba romperlo.
Todas mis esperanzas con D’Angelo habían pasado a un segundo plano.
Ahora, sólo podía haber un objetivo en mi mente:
El Cartel de Los Ángeles.
Tenía ese enorme compromiso con ellas, con Rosse y hasta conmigo misma. En muchas historias había escuchado que las princesas se sacrificaban por su tierra y muchas veces —la mayoría— incluso morían, y sí, yo quería dar mi vida por mi tierra, yo quería pagar toda la culpa que me perseguía y esa parecía ser la única salida. A veces, cruzaba por mi cabeza la idea de que quizás estaba sola para ese propósito y es que yo no tenía nada que perder.
No habían padres, ni hijos, ni familia que llorara por mí, porque la vida misma decidió no dármelos o quitármelos. Nadie sufriría si yo entraba en el profundo sueño de la muerte y empecé a creer, sin dudarlo ni un segundo, que ese era mi desafortunado destino. No lloré, como habría esperado de mí misma, sólo lo acepté, de la misma forma en la que un niño acepta que algún día sus padres envejecerán y morirán y que aquello es completamente natural e inevadible y que lo único que puede hacer es disfrutarlos mientras duren. Suena trágico, sí, y terriblemente cruel, pero yo me sentía bien porque ya no sobreviviría, ahora viviría para servir a un propósito.
Pero había algo que se introducía entre mis convicciones, como una espina arruinando la lisa uniformidad de la piel. ¿Recuerdan ese día? ¿Cuando no estudié por estar embobada observándolo? Tuve un 99% de seguridad durante el examen, porque había estudiado al día anterior, pero un 1% se esfumó, porque D’Angelo me distrajo y no pude repasar antes de entrar al exámen.
Había un pensamiento, uno que, les juro, yo no controlaba. Yo podía armar mi plan en mi cabeza y cualquier otra noche, llegaría ese pensamiento a desarmarlo. Era como una aguja amenazando constantemente con pinchar mi burbuja, enloqueciéndome, desatando mis miedos y mis deseos como una Caja de Pandora, destruyendo mi buena voluntad, susurrando la tentadora idea de obedecer a mi egoísmo y escapar, como una cobarde, otra vez.
En esta metáfora, mi pequeña (GRAN) obsesión por D’Angelo, era la aguja. Era doloroso verlo y de la misma forma era doloroso no poder evitarlo. Y es que si él me decía que abandonáramos todo y que escapáramos sobre un caballo blanco para cantar hacia un atardecer y casarnos, probablemente yo habría aceptado. Claro que era muy poco probable, pero de igual forma, en mí no podía existir ni la más leve esperanza de huir de mi destino, porque eso se transformaría en una falasia que acabaría por convertirse en duda.
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D'ANGELO ©
RandomEl apellido D'Angelo guarda muchos secretos. El apellido D'Angelo está manchado de sangre. El apellido D'Angelo no es precisamente el de un ángel. Tal vez lo eras, pero ahora eres un ángel caído, esclavo de un apellido, lo arrastras detrás de ti...