Iba viendo todo por la ventana. Una ligera llovizna había comenzado a caer y mis ojos seguían el recorrido de las gotas chocando y deslizándose por el cristal. El frío había empezado a empañar los vidrios. Adentro, la calefacción impedía que mi piel se erizara, a pesar de tener los muslos descubiertos.
La carretera se extendía solitaria frente a nosotros. No habían farolas que iluminaran la vía, sólo altos pinos que desaparecían detrás de nosotros como altas siluetas de espectros recortadas contra la luz de la luna.
Llevaba rato sumergida en mis pensamientos, con la mandíbula y los puños tensos.
Cuando ese auto se detuviera, sólo dos cosas podrían suceder.
La primera, sería que después de tanto tiempo, Dios sí me hubiese escuchado y que D’Angelo fuera alguna especie de héroe, con algún poder capaz de destruir ese horrible lugar. Parecía mentira, pero cada vez que le pedía algo a Diosito, parecía darme justo lo contrario, como si se burlara cruelmente de mí.
La segunda, sería que todo se tratara de una trampa, una mentira. Que D’Angelo me entregara a unos hombres a cambio de una enorme cantidad de dinero.
Lo observé de reojo. Conducía con el entrecejo fruncido. Él no era un príncipe azul, para nada, pero tenía aquella fuerza propia de los conductores de hombres. Lo veía en cada simple gesto, por mínimo que fuera. El carácter propio de alguien que no recibía órdenes, sino que las daba. Era algo casi imperial. Además, me refugiaba en eso que ví en sus ojos cuando nos enfrentamos, por lo que creí que aquello podría tratarse de ese poder necesario para destruirlo. Sí.
Decidí creer en eso e ignorar por completo que el auto se deslizaba a mitad de la nada entre bosques de pinos y que, además, había una pala en el asiento trasero.
Cuando finalmente pisó el freno, sentí que el corazón se me subía a la garganta y que sudaba frío. No me atreví a decir nada cuando lo ví bajarse del coche y creo que ni una sola de mis pestañas se movió. Las rodillas me temblaban. Abrí la puerta y bajé, aceptando mi destino, fuera el que fuera, en las manos de un Dios que hace tiempo yo creí inexistente.
Cuando pisé sobre el asfalto y el olor nocturno de la ciudad impregnó mi nariz, y su brisa salvaje alborotó mi cabello, lo primero que comprobé fue que no estábamos a mitad de un bosque de pinos.
Observé a D’Angelo de espaldas caminar hacia un alto edificio blanco de columnas griegas con hermosos balcones. Era tan alto que mi cuello se dobló para observar toda su altura.
—¿No vas a venir? —espetó.
Reaccioné, observando con curiosidad el cielo mientras lo seguí a toda prisa ¿Sería posible que sí me hubiese escuchado?
Adentro, nos recibió un elegante y amplio mostrador hecho de mármol. Había un agradable vestíbulo de muebles blancos y un hermoso cristal a través del cual logré ver un enorme e impresionante sauce llorón. Era un jardín interior al estilo japonés, con una hermosa caída de agua artificial y guijarros azulados en su orilla.
Alcancé a D’Angelo en el mostrador, donde hablaba con una elegante mujer muy amable y cordial, con su cabello blanco y cano recogido hacia atrás, muy diferente sin duda de la señora que me cobraba el alquiler a mí.
Cuando llegué, ya habían terminado de hablar y la señora bonita le entregó unas llaves.
—Que disfruten su estadía, señor y señora D’Angelo.
Estaba observando las hojas del sauce que colgaban como zarcillos. Había decidido que quería uno en mi casa. Mi cerebro tardó en procesar lo que ella había dicho y cuando finalmente lo hizo, me quedé de piedra. Mi rostro se inclinó a un lado, observando la sonrisa amable de la señora, preguntándome si era posible que mi mente hubiese distorsionado su boca para que ella dijera lo que yo llevaba tanto tiempo deseando con vehemencia escuchar.
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D'ANGELO ©
De TodoEl apellido D'Angelo guarda muchos secretos. El apellido D'Angelo está manchado de sangre. El apellido D'Angelo no es precisamente el de un ángel. Tal vez lo eras, pero ahora eres un ángel caído, esclavo de un apellido, lo arrastras detrás de ti...