20 - LA PRESENTACIÓN

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Alguien tocó la puerta.

Había llegado el momento.

La Presentación.

Me levanté de mi asiento y fui a abrir.

Era Fabrizio.

Lo miré con todo la desconfianza que me era posible, como una madre católica y recelosa que no dejaría a su hija salir con un delincuente.

Entonces fue como lanzar un fósforo en un charco de gasolina: Los ojos de Fabrizio llegaron más allá de mí y se posaron en ella. Y sus ojos la recorrieron de arriba a abajo. Eso fue todo.

Me lancé sobre él. Lo tiré al suelo y cuando estuve a horcajadas sobre él eché mi codo hacia atrás para estamparle un puñetazo en su recta nariz. Logró detenerme, me empujó a un lado, se puso de pie y empezó a correr. Yo me fui detrás de él y salté sobre su espalda.

—¿¡QUÉ CLASE DE ANIMAL SECUESTRA A LA PERSONA QUE NO ES!? —vociferé, tirando de sus cabellos lisos— ¡Eres un sucio! ¡Un estúpido! ¡Y ahora vienes y te la buceas! ¡Ten decencia, rata!

Como no podía hacer nada más, tiraba de su cabello y parecía que lo montaba como si fuera un pony. Tiré también de su oreja mientras él se quejaba de dolor.

Alguien apareció al final del pasillo, pero no me importó, yo seguiría dándole la paliza que su madre no le dió para que aprendiera a respetar.

Cayó al piso conmigo encima y eché mi puño hacia atrás otra vez, pero alguien me rodeó con sus brazos y me alzó en el aire como si yo fuera una muñeca.

Seguí dando patadas y golpes al aire. Me quité el tacón y se lo arrojé también, aunque no veía nada. Tenía todo el pelo en el rostro. Escupí un mechón que había entrado en mi boca.

—¡Eres un sucio, Fabrizio Ferrara! —le grité y le escupí, y me revolví tanto en la brazos de la persona que me sujetaba que caímos al suelo.

Caí encima de algo muy duro y cálido. Luego la cosa dura y cálida giró y me aprisionó contra el suelo.

Escuché los pasos de Fabrizio irse y la puerta de mi habitación cerrarse.

Entonces abrí los ojos y me di cuenta de que era D’Angelo quien estaba encima de mí. Era tan pesado que apenas y me dejaba respirar. Pareció darse cuenta, así que se incorporó, pero siguió aprisionando mis manos.

Me observaba de cerca, como a un espécimen extraño.

—¿Qué diablos te pasa?—me espetó.

—¡Suéltame! —bramé.

—Promete que no irás a cortarle la cabeza a Fabrizio.

—Ok, ok —dije, dejando de forcejear—, está bien —respondí, empleados mi mejor tono de calma, amor y paz.

Dudó, pero me soltó.

Me incorporé sobre mis codos y luego sobre mis manos hasta que me senté en el suelo. D’Angelo me ayudó a ponerme en pie. Fingí que peinaba mi cabello ante su atenta mirada. Entonces en cuanto volteó corrí hacia la habitación lanzando un grito de guerra.

No hubo caso, me alcanzó con la fuerza arrolladora de un jugador de rugby y caímos al suelo otra vez.

—No tienes palabra, Corona —me dijo. Sorprendentemente no lucía furioso. Me miraba con cierta diversión mientras su pecho jadeaba por perseguirme.

Y no sé qué me dijo después ni cuál fue su regaño. De pronto, yo sólo podía ver sus labios mientras decía algo, no sé qué. Y de pronto al subir a sus ojos, él miraba los míos. Y sentí un relámpago atravesar mi cuerpo. Y luego él se apartó, como si ese mismo relámpago lo hubiese hecho saltar hacia atrás. Como si yo fuera venenosa.

D'ANGELO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora