22 - M E N T I R A S

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El auto fastidioso me preguntó si quería música y yo le dije que sí. Pensé que D’Angelo tendría una lista de reproducción de heavy metal, que iría a la perfección con la ira ardiente que guardaba bajo esa gruesa capa de hielo. Pero en su lugar, empezó a sonar una vieja balada en italiano.

Me asombré tanto que observé la pantalla hablante y rápidamente quise escuchar todas las canciones en la lista.

Una neverita se abrió y la pantalla dijo:

—¿Snack, amo?

Saqué una bolsa de papitas, soltando el volante. El asiento se reclinó por si solo. Me sentía todo poderosa, hasta que el aire acondicionado hizo volar la bolsa de papitas hacia el asiento de atrás, ensuciando la potente máquina favorita del "amo". Hice una mueca y traté de recogerlo, luego limpiarlo, pero se hizo añicos y entonces el polvo de la papita, que era más colorante y grasa que papita, se regó por todo el asiento como la nieve sobre las calles de Canadá.

De todas formas iban a matarme, entonces volví a acomodarme en el asiento y comí las tres papitas que quedaron en la bolsa.

Observé la carretera, recta, vacía y oscura. Sólo habían pinos. Me preguntaba si podría mantenerlo en automático hasta llegar a casa.

Toqué la pantalla y cuando recordé que mis dedos estaban llenos de grasa y colorante ya era demasiado tarde. Traté de limpiarlo llenando mi dedo de saliva y pasándolo por la pantalla, era lo que siempre hacía con mi celular cuando no había nadie cerca. La pantalla era altamente sensible, se desconfiguró y, en vez de sonar románticas baladas, empezó a sonar trap.

Ok, Eleanor, mejor no tocar nada de ahora en adelante.

—¿Qué ruta desea tomar?

Había una que atravesaba el centro y era más corta, pero había mucho tráfico. De inmediato escogí la segunda opción, que pasaba por una vieja carretera, por los límites de la ciudad. En los límites de la ciudad sólo habían árboles y la hermosa superficie inquieta del lago. Y delincuentes, pues era muy solitaria. Pero así podría dejarlo en automático.

El auto se movía con tanta suavidad que al acostarme de lado, casi me quedo dormida arrullada por Bad Bunny. Eran las 3 de la madrugada.

Entonces apareció el lago. Del otro lado del agua oscura habían cientos de lucecitas. Era la ciudad vecina, a la que habíamos ido en helicóptero. Era un paisaje tan tranquilo, pero sonaba Ella es callaita a todo volumen.

Al cabo de media hora empecé a ver carreteras recién asfaltadas, edificios, bares nocturnos y el movimiento de la ciudad. Fueron 15 minutos hasta la entrada de la urbanización y 15 minutos más por ese solitario camino boscoso que tantas veces caminé sola. Había neblina, como en los cuentos de terror.

Cuando la luz encendida de las ventanas de mi casa se proyectaron a través de la neblina, algo sentí en el pecho, que me hizo pisar el freno. Y me quedé ahí, paralizada de miedo porque no sabía qué estaba haciendo.

Sentí mis manos temblar.

Había dejado el arma sobre el asiento del copiloto, pues se sentía incómodo estar acostada con la pistola en el cinto. La tomé, sintiendo algo extraño, como si tuviera la muerte respirando en mi cuello.

Caminé pisando el césped hasta la entrada. Saqué las llaves de mi bolso, no habían salido de ahí desde la noche que salí con D’Angelo. La metí en la cerradura con manos temblorosas y al abrir la puerta, había esperado cualquier cosa, pero sin duda alguna no me esperé lo que ví.

Todo estaba bien, todo en su lugar. Era como si nunca me hubiese ido de ahí. Había esperado encontrar el lugar patas arriba, con las huellas de los delincuentes que seguramente me habrían buscado con desesperación para llevarme con él, sin encontrarme en ningún lugar.

D'ANGELO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora