Capítulo II: Ilusión

270 15 0
                                    


La hermosa joven probó los labios de un hombre por primera vez. A pesar de su belleza jamás hasta ese momento probó a un hombre, sabía gracias a su tía que debía hacerse valer, y no se arrepintió en absoluto. Estaba segura, en aquel instante, que ningún chico de su universidad, jóvenes e inexpertos, le habría dado un beso como aquel. Era cálido, con un suave aroma a café, y mientras que las manos de los novatos buscarían torpemente su trasero, Alejandro no se atrevía a tocar más que su cintura con la yema de los dedos, solo con eso, pero aferraba su piel como si jamás quisiera dejar de sentirla. Notaba a aquel hombre, maduro y fuerte, tallado en años, temblar sutilmente bajo su beso durante largos segundos, hasta que con un leve y juguetón mordisco en el labio ella se separó, mirándole a los ojos.

– ¿Rubí? –repitió el doctor. Bajó los ojos a las piernas de la joven, a sus manos, sus brazos, intentó no mirar su pecho y finalmente clavó sus ojos en los de ella–. No puede ser... No puede ser...

– No lo pienses, Alejandro. Permíteme ser tu ilusión. Tu fantasía. Voy a ser lo que tú, amor mío, quieras que sea –continuó ella, presionando su cuerpo contra Alejandro y arrinconándole contra la puerta al tiempo que desabrochaba los primeros botones de su camisa, dejando ver más y más piel, hasta llegar al último–. Permíteme compensarte por todo.

Giró el cerrojo de la puerta y le dio un sencillo y casto beso en los labios antes de dar un paso hacia atrás y comenzar a desabrochar lentamente los botones de su camisa y bajar la cremallera de su corta falda de escolar. Dejó caer con suavidad las prendas al suelo, las cuales se deslizaron por su piel y dejaron sus curvas a la vista. A excepción de las botas, estaba completamente desnuda delante de aquel hombre, que la observaba boquiabierto mientras se alteraba su respiración. Antes de que él dijera nada, se arrodilló lentamente ante él, en un gesto entre la solemnidad y el juego.

– Me estoy mostrando ante ti, mi amor, tal cual soy. Libre de todo. Como siempre debió haber sido.

Alejandro no sabía qué decir, se limitó a dejarse caer con ella, devorándola con la mirada, sin creer que estuviera viva, que estuviera bien, que siguiera tan hermosa, o quizá más, que cuando la perdió. Estaba más joven, más niña, y recordó sus primeros días en Ciudad de México con ella, cuando aún no la conocía, cuando solo era una mujer inocente, dulce e increíblemente bella. Aquel cabello rubio y rizado, como si fuera un ángel, solo confirmó que aquello no era real, sino un espejismo que le había causado volver a la ciudad donde empezó todo. Acarició con incredulidad la piel de ella, suave y lisa, sin una sola cicatriz ni marca. Ella le abrazó y posó sus labios en los de él mientras él paseaba sus dedos por sus muslos.

Entonces, con un pequeño movimiento, ella se echó sutilmente contra él y dejó una pierna a cada lado, invitándole, y Alejandro se dejó llevar. Se dejó abrazar y comenzó a besarla con una pasión que creía muerta al tiempo que la sostuvo de los muslos, se levantó y la sentó sobre su escritorio, arrastrando con el brazo todo lo que había sobre él. Los papeles volaron hasta el suelo mientras ambos, ansiosos, se desprendían de la ropa de él y se devoraban. Cuando los pantalones de Alejandro tocaron el suelo, llevó sus hábiles dedos de médico a la humedad de ella y la sintió estremecerse a su alrededor.

–Alejandro... –suspiró ella, con una voz melosa y una sonrisa–, sé dulce conmigo, porque ahora, en esta resurrección, en esta fantasía, tú eres el primer hombre que me toca, y vas a ser el primer hombre ­–le miró a los ojos antes de continuar– que voy a tener dentro de mí.

Si en algún momento pensó en contenerse, toda duda se disipó cuando, tras aquellas palabras, aquel ángel que tenía ante él le abrazó, les hizo tumbarse sobre la mesa y con las piernas alrededor de su cintura le indicó su impaciencia. El retrato de Maribel y su hijo estaba roto en el suelo junto al resto de papeles, y nada le hizo pensar que aquello no era un sueño cuando la penetró con suavidad y ambos se estremecieron de absoluto placer. Robó los gemidos de ella a besos y se entregó por completo a la fantasía de aquel cuerpo, joven y perfecto, que se contoneaba a su alrededor y se humedecía para él.

–Más... más fuerte, Alejandro... Quiero más... Necesito más...

Él satisfacía todas sus plegarias, pues en aquel momento sintió que había nacido para complacer a aquella hermosa mujer y que, cuando terminase aquella ilusión, ella volvería a desvanecerse otros veinte años... Se regodeó en el pecho palpitante de ella, en cómo sus curvas se movían ante las embestidas, en el maravilloso cuello y la boca abierta que exhalaba su nombre, y con unos últimos instantes de furia, ambos estallaron y Alejandro se dejó caer encima de ella, y escuchó su respiración agitada y besó el vientre húmedo de sudor.

Durante largos minutos, ninguno de los dos pudo moverse, exhaustos.

– Alejandro, amor, ¿estás bien?

Alejandro levantó la cabeza. Ante él estaba Maribel, mirándole sonriente, y un plato de comida que se había quedado frío. Solo pudo sonreír torpemente y coger otro trozo con el tenedor al tiempo que murmuraba una excusa a su agotamiento, un día duro en el trabajo, mucho que hacer, ya sabes. Algo dentro de él le hacía sentir terriblemente culpable de lo que había hecho, pero otra parte realmente dudaba haber hecho nada. ¿Acaso había sido real aquello? Su razón le indicaba que no, que Rubí había desaparecido, quién sabe si estaría muerta, y desde luego no tendría ese aspecto. No sería tan joven, ni tan bella, pues la última vez que la vio estaba cubierta de cicatrices y había perdido una pierna.

Alejó así la culpabilidad, concentrado en que aquello nunca sucedió. Se había despertado horas antes, sentado en su butaca, con la camisa abierta, el pantalón desabrochado pero puesto, los papeles desordenados en su mesa... Todo había sido muy extraño, pero no había ningún rastro de ella. Si no fuera por el sabor que seguía notando en sus labios, o el perfume del ambiente... Quería creer que había sido un espejismo, una ilusión. Ella misma se lo dijo, era una fantasía. Una fantasía a la que deseaba regresar, al menos unos minutos. Y esa era la única culpabilidad que debía sentir. Él no había sido infiel a Maribel jamás, habían sido un matrimonio feliz y casi nunca se acordaba de Rubí, salvo algún pensamiento fugaz sobre qué habría sido de ella. Pero no se había presentado en su mente de esa forma, pura, inocente, entregada... Angelical...

Aquella imagen de Rubí, joven y resplandeciente bajo su abrazo, le acompañó hasta su dormitorio, cuando se tumbó en la cama y cerró los ojos. Se le volvían a aparecer los destellos fugaces del pelo, ahora rubio, de Rubí, las gotas de sudor que caían por sus pechos, su nombre pronunciado por aquellos labios, los gemidos de ambos, cómo sus uñas se clavaban en las caderas de Alejandro, buscándole...

–Vaya, creo que a alguien le ha gustado mi nuevo pijama...

Alzó la vista y vio a Maribel con un conjunto con transparencias que remarcaban su esbelta figura y el contorno de su cuerpo. Estaba espléndida, sonriente, con la melena alborotada, los ojos llameantes y los labios rojos. Con soltura, se acercó a Alejandro y este notó cómo el bulto que escondían las sábanas, fruto de recordar su sueño, crecía al contacto con las braguitas de encaje de Maribel. La tomó entre sus brazos y la besó, como si pretendiera con ello calmar su culpa.

–Te amo, Maribel –le dijo con sinceridad, y ella sonrió más.

–Yo también te amo, Alejandro –le respondió ella, y le dirigió una mirada sugerente antes de bajarle con suavidad los pantalones y descender su boca hacia el sexo de él.

Alejandro se estremeció ante aquel placer y acarició el cabello de Maribel con cariño, marcando el ritmo y cerrando los ojos para disfrutar el momento... Hasta que, entre las pestañas, creyó ver que eran unos ojos color jade y unos rubios rizos quienes le contemplaban, con devoción, desde abajo. Abrió los ojos por completo y volvió a ver a su esposa, que tras recorrer su miembro con la lengua se sentó sobre él y, poderosa, le hizo el amor con bravura.

Un par de horas después, Alejandro permanecía sentado en un banco del jardín, bajo un roble, intentando quitarse de la cabeza la imagen de la joven de rizos dorados cabalgando sobre él con tanta furia como él se había imaginado que la había poseído en su despacho.

– ¿Qué me está pasando?

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora