Capítulo XI: Rubí

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El ya conocido hedor a humedad no tardó en golpearla cuando entró en la casa. Se acercó a la ventana, evitando tocar nada. Las superficies estaban cubiertas de polvo y telarañas, los leves rayos de luz que entraban mostraban la suciedad del ambiente. Bajo las raídas cortinas, envuelta en varias telas y frotando extrañamente sus muñecas, una mujer de ojos verde jade la miraba, inquisitiva y ansiosa. Una mirada que, pese a todo, la enternecía, la envolvía y la guiaba.

– Hola, tía, siento haber tardado en verte...

– ¿Traes noticias, querida? –su voz era apenas un susurro, y compartía la exigencia de sus ojos–. ¿Tienes a Alejandro y a su hijo comiendo de lo que tú les das?

Fernanda cambió el peso de pie, algo incómoda, dubitativa.

– He tenido alguna cita con el hijo, Carlos. Ese niño no me gusta y temo que se me note, tía –recordó lo sucedido la pasada noche, cómo apretó su cuerpo y no la soltaba–. Tiene las manos demasiado largas.

– Si yo soporté años fingiendo amar a Héctor y muriendo por dentro por Alejandro, tú puedes fingir amar a Carlos hasta que padre e hijo se enfrenten –la mujer se inclinó penosamente hacia delante, dejando el rostro magullado frente a Fernanda, donde la luz iluminaba las cicatrices–. Si lo haces bien, como te he enseñado, no te tomará demasiado tiempo. Ni siquiera tienes que acostarte con él como sí tuve que hacer yo con el infeliz de Héctor.

La hermosa joven resopló.

– Desde luego no tengo ningunas ganas de acostarme con ese niñito, y menos después de probar a un hombre.

Una ráfaga de viento alzó la raída tela que cubría la cortina. Los ojos verde jade de la mujer se habían tornado amarillos por un instante, como un animal salvaje.

– ¿A un hombre? –bramó. El tono suave y envolvente que siempre utilizaba con ella había desaparecido con el aire.

– Daniel —se apresuró a decir Fernanda—. Daniel Valencia, tía.

Rubí volvió a recostarse en la butaca. La cortina caía de nuevo sobre ellas, oscureciendo la estancia. Unos ojos verdes calmados volvían a dirigirle la mirada, y la joven suspiró con cierto alivio, aunque el vello de su nuca se había erizado y sentía la necesidad de salir de allí, como si supiera que una trampa estaba a punto de capturarla.

– Daniel es un joven que conocí. Es hijo de los joyeros Valencia, es un buen partido, tía –las palabras salían apresuradas de su garganta, agolpándose en sus labios, en cierto modo estaba segura de que debía explicarse para escapar—. Yo también quiero asegurarme un futuro cuando destruya a Alejando y su familia.

– Podrían descubrirte y todo lo que he planeado para mi venganza se arruinaría.

– No soy tonta, tía. Me he asegurado de ser una persona distinta con cada uno. Alejandro me ve como un fantasma, una fantasía de lo que fuiste. Para el hijo soy una compañera de clase que le encanta y que está "enamoradísima" de él –pronunció las últimas palabras con un deje de sarcasmo y haciendo un gesto de indiferencia con la mano–. Para Daniel, soy una extraña con nombre de una de sus joyas, como si el mismo destino me hubiera puesto en su camino. Y me voy a asegurar tener un hombre a mi altura para lo que necesite y lo que desee. Daniel es guapo, rico, joven... todo lo que yo merezco –Una sonrisa de suficiencia, idéntica a las que dibujaron los labios de su tía años atrás, cambió momentáneamente el gesto en el bello rostro de la joven.

Fernanda dobló la esquina unos minutos después, alejándose de ese lugar a zancadas. Sus ojos solo veían el camino por el que avanzaba, y no se percató del coche tan familiar que había rodeado. Cristina sintió el impulso de hacer sonar el claxon, de salir del coche en ese momento y agarrar a su hija del brazo, pedirle explicaciones, incluso de gritarle a la cara dónde y con quién había estado. Había llegado a soltarse el cinturón de seguridad y su mano estaba a punto de abrir la puerta. Fernanda seguía caminando, a punto de salir de su campo de visión. Tres, dos, uno... Cristina respiró. Volvió a asegurarse el cinturón de seguridad, arrancó el coche y puso ambas manos en el volante. Acalló sus pensamientos diciéndose en voz alta: "Tengo que confiar en mi hija, ella no es Rubí, no es mi hermana".

Parada en la calle, esperando el autobús, Fernanda movía incesante la pierna con cierto nerviosismo. Las palabras de su tía golpeaban su cabeza, y aún la hacía estremecerse su reacción cuando casi le confiesa su momento de intimidad con su antiguo y eterno amor, Alejandro. Pasó el viaje de vuelta a casa con la mejilla apoyada en el frío cristal de la ventanilla. "No quiere que yo conquiste a Alejandro, quiere que ella le vuelva loco a través de mí..." Comenzaba a entender los límites que su tía marcaba, en un terrible silencio.

–Si no puedo tener a Alejandro, y el hijo no me interesa, Daniel sigue siendo mi mejor opción... En cualquier caso, solo puedo ser Rubí

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora