Capítulo XV: Traición

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Aquella noche, Carlos Bárcenas se quedó hasta tarde en el salón de la planta baja. Había subido un poco el volumen del televisor, buscando opacar las voces de sus padres en el piso superior. No se gritaban, nunca lo habían hecho, pero aquella discusión se había alargado demasiado. Habían vuelto de su evento de mal humor, aunque se esforzaron en tratar de ocultarlo frente a él, pero las miradas de sus padres lo decían todo, y no conseguía borrar de su mente el rostro de su madre, con los ojos enrojecidos y el maquillaje corrido de llorar.

Maribel había forzado una sonrisa cuando lo vio, pero las lágrimas se habían atorado en su mirada y apenas pudo darle un tembloroso beso en la mejilla antes de precipitarse escaleras arriba. Su padre, Alejandro, le había dado unas palmadas en el hombro, pero parecía tremendamente agotado, aunque lo que más llamó la atención de Carlos fue que aquel traje, que estaba recién planchado de aquella mañana, estaba ahora medio arrugado, como si alguien lo hubiera hecho un bulto y tirado al piso antes de ponérselo de nuevo. Desde que Alejandro había seguido a su madre a la planta de arriba y se había cerrado la puerta, el murmullo de sus voces, a veces demasiado altas, había taladrado la cabeza del muchacho.

Alejandro había aparecido en el aparcamiento del hotel después de que cerraran las puertas del salón de congresos, caminando con pesadez, algo despeinado y con la chaqueta en la mano. Junto a su coche estaban Marco, que fue el primero en acercarse a él, Cristina, que intentaba consolar a Maribel como sabía, y su esposa, tan abnegada en lágrimas que no le vio hasta que Marco lo anunció. Ella no fue capaz de caminar hasta él; tras tantas y sofocantes horas de incertidumbre, las piernas le fallaron al verle aparecer, aparentemente ileso y bien. Se dejó caer contra el coche y allí se quedó, apoyada en el vehículo hasta que su marido se acercó a ella y le dirigió una extraña mirada y solo pudo abrazarle, balbuceando su nombre y lo preocupadísima que estaba. Pero entonces, en aquel abrazo que en un principio le supo a alivio y a merecida tranquilidad, notó algo que no debía estar.

–Alejandro, ¿dónde estabas? Hemos estado muy preocupados por ti.

­–Tranquila, Cristina. Me temo que sufrí un desmayo. Será cosa de los nervios. Mejor nos retiramos por hoy, si no os importa.

–¿Puedes conducir, amigo? Puedo llevaros y mañana con calma venimos a buscar el carro.

–No, Marco, muchas gracias. Estoy bien. Mañana lo hablamos, ¿sí?

–Como prefieras, pero me sentiré más tranquilo si os seguimos hasta casa. Si en algún momento te ves mal, paras a un lado y os recogemos.

–No habrá forma de convencerte de lo contrario, así que me parece bien –agradeció Alejandro a su amigo con un leve abrazo, dándole un par de palmadas en la espalda.

Cristina y Marco se alejaron. Alejandro trató de abrir la puerta del coche a Maribel, pero ella se adelantó y se sentó en el lugar del copiloto, cerrando con un golpe más fuerte de lo necesario. El viaje se hizo en un denso silencio, aunque Alejandro se encontraba todavía tan embotado que no era del todo consciente de la tensión que se veía en el rostro de Maribel. La vida, con sus terribles experiencias pasadas, y el tiempo, que la había convertido en una mujer madura, habían logrado que no rompiera a llorar como antaño sucediera, pero no por ello dejaba de ser un alma frágil que, en ese momento, sentía su vida resquebrajarse. Con la mandíbula apretada, solo silenciosas lágrimas caían por sus mejillas, sin llamar la atención de su marido. Podía llorar de preocupación por un ser querido del que no sabía qué había pasado o si se encontraba bien, pero, ¿llorar por un hombre? No, no más.

Llegaron a casa con la música que daban en la radio como único sonido. Marco y Cristina les adelantaron tocando el claxon para despedirse y les saludaron con la mano, Alejandro alzando el brazo, tratando de transmitir tranquilidad, y Maribel con levedad y la sonrisa vacía. Ella se adelantó y entró en la casa con el gesto mortificado, aunque intentó, sabiendo que en vano, que su hijo lo notara. Alejandro la seguía con el paso arrastrado, confundido y alterado. Saludó a Carlos con más prisa que interés y corrió escaleras arriba tras su esposa, quien se había encerrado en la habitación. Era la primera vez que Maribel había puesto un cerrojo entre ellos, dejándole fuera.

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora