Capítulo IX: Agua de lluvia

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El murmullo de las olas la acompañaba, más fuerte que el agua caliente que ahora caía sobre ella, llevándose los últimos restos de arena y agua salada, pero sin poder arrastrar ni el recuerdo ni la sensación de lo que había vivido hacía apenas unos minutos, quizá una hora. Cerraba los ojos y volvía a sentir la lengua de Daniel en su cuello, sus manos acariciando su piel, su poder entre las piernas, produciendo unos relámpagos en su interior cada vez que lo revivía. Y se preguntaba si Daniel tendrá aún esa sensación, si su olor y el olor a mar seguirán impresos en su cuerpo.

–Fernanda, vamos a comer, ¿qué haces duchándote a estas horas? –llamó la voz de su madre tras la puerta, acompañada de un leve golpeteo.

La joven cerró el grifo, se cubrió con una toalla inmensa y se puso otra sobre el cabello mojado antes de abrir la puerta y encontrarse con la cara de Cristina, que la observa confusa.

–He vuelto de las clases con mucho calor, mami. Siento que me estoy enfermando, la verdad. Quizá tenga fiebre y me duele la cabeza.

Con preocupación, su madre puso su frente contra la suya y, efectivamente, la notó arder. Volvió a comprobarlo con el dorso de la mano, asintiendo.

–Sí es cierto que pareces febril. Vístete cómoda y métete en la cama, será mejor. Ahora te subo la comida y algún medicamento. Ve, sécate antes de que te empeores.

Cristina desapareció escaleras abajo mientras Fernanda iba a su dormitorio y cerraba la puerta, se puso un pijama y seleccionó entre su ropa un vestido escondido en el fondo de su armario, que colgó dentro de un abrigo para que se alisara. Se quitó la toalla del cabello y se cepilló como de su costumbre; sus rizos no tardarían en aparecer. Se sentó en su aparador, en un rinconcito de la habitación y se puso unas cremas en la cara, como solía hacer después del baño. La tía me dijo que siempre cuidase e hidratase mi piel con lo mejor del mercado, y eso hacía. Empezaba a acicalarse el cabello cuando escuchó unos pasos lentos por las escaleras, se metió rápidamente en la cama y se cubrió con las mantas.

Su madre abrió la puerta trayendo una bandeja en las manos. Fernanda se incorporó con torpeza y sobre su regazo se puso una bandeja con un cuenco de caldo humeante y unas de las recetas favoritas de Cristina. Había añadido una porción especialmente grande de pastel de arándanos, que tanto le gustaba. Además, había un vaso de agua y unas pastillas. Cristina volvió a poner su mano sobre la frente de Fernanda, que ahora estaba fresca.

–Me ha sentado bien el baño, pero sigo con dolor de cabeza.

No tenía fiebre, ni tenía mal aspecto, estaba tan bella como siempre, y Cristina frunció el ceño. Algo no le estaba gustando, pero, por otra parte... ¿Por qué su hija iba a fingir enfermar un viernes a la tarde, con una cita pendiente? Fernanda nunca le había dado motivos para desconfiar. Rubí tampoco parecía dar motivos a mi mamá, y entonces se fugó con Héctor. No, Fernanda no era su hermana, quien llevaba tantos años desaparecida. Pero es idéntica a ella. Pero no es ella. Pero su belleza puede llevarla por el mismo camino. Pero la ha educado bien, es una joven hermosa y eso no puede evitarlo, pero ella viste discreta, siendo bonita, sencilla, era Fernanda, no Rubí. Apartó esos pensamientos de su cabeza. No, eso no podía pasar. Miró a su hija, no a sus ojos jade, sino a su cabello, aún húmedo, dorado y rizado, tan angelical. Sonrió y le dio un beso en la frente.

–Come antes de que se enfríe y tómate las medicinas, ¿sí? –Cristina se puso en pie y se dirigió a la puerta –Y luego intenta dormir, seguro que ha sido un día largo y una semana agotadora y necesitas descansar.

Cuando Cristina abrió, sigilosa, la puerta de la habitación de Fernanda una hora después, encontró las luces apagadas, las ventanas tapadas, la bandeja en el suelo junto a la cama y a su hija totalmente dormida, con un libro cualquiera encima de la colcha, a su lado. Sonrió, cogió la bandeja –no quedaba ni rastro de la comida– y cerró la puerta sin hacer ruido, haciendo a Marco un gesto de silencio llevándose un dedo a los labios cuando pasó por su lado. Luego, fue a su vestidor y se probó varios conjuntos para la cena de esa noche con Alejandro y Maribel. Llevaban mucho tiempo sin verse y, aunque su relación Maribel nunca había sido la mejor por culpa de su hermana, ellas sabían que no tenían por qué llevarse mal y sus esposos eran muy buenos amigos. Miró un marco de varias fotos de Fernanda. Alejandro y Maribel dejaron de verla hace años, cuando ella aún no se parecía tanto a su tía, pero al ver la última foto, la más reciente, pensó en que era mejor así, que no la vieran todavía.

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora