Cap XIII: ...de promesa

78 6 1
                                    


En la feria, mañana, a esa misma hora. Fernanda necesitaba tomar control y distancia sobre lo que estaba pasando. Necesitaba medirse. Necesitaba pensar, maldita sea. Paseaba de lado a lado de su habitación con frustración, con las manos en las sienes y los labios fruncidos en una fea mueca. Yo nunca estoy fea. Bueno, ahora mismo, sí, lo estás. Se sentó al borde de la cama, de frente al espejo, y respiró hondo. Se contempló un instante, a la luz de la mesita de noche. Eres hermosa, eres inteligente, estás preparada, sabes qué tienes que hacer. Y tenía a los tres hombres –un hombre y dos muchachos, pero cada uno más valioso que el anterior– a sus pies.

Pensaba cuál debía ser su siguiente movimiento cuando tres golpecitos sonaron en su puerta.

–Adelante –Cristina entró a la habitación con su habitual sonrisa.

–¿Aún despierta, cielo?

–No es tan tarde, mami. Estaba... –intentó inventarse una excusa, preocupada por la cara de extrañeza de su madre al encontrarla así, sin hacer nada, sentada en la cama– pensando en mis cosas.

¿Qué excusa es esa? Una absurda, desde luego.

–En tus cosas... ¿o en algún galán? –rio su madre. Fernanda hizo un ademán de indiferencia–. Venía a decirte que mañana no comemos en casa ni papá Marco ni yo.

–¿Me dejan sola? ¿A qué se debe? –Cristina dudó un instante, mordiendo su labio inferior.

–Verás, vamos a comer con Alejandro Cárdenas y Maribel de la Fuente.

–Oh, y ¿yo no puedo ir? Hace años que no los veo.

–Bueno, es que no vamos a ir con ellos únicamente. Se trata de un evento del Colegio de Medicina en el Hotel Palace, solo para médicos y un acompañante, y ya sabes que eso suele ser muy aburrido porque hablan de medicina y cosas de esas y...

–Mamá, tranquila. No tienes que darme explicaciones –Fernanda se había parado delante de Cristina y acarició sus brazos con una sonrisa de muñeca de porcelana en la cara–. Lo entiendo, yo no pinto nada allí. Y sí, qué aburrimiento –la joven se sentó de nuevo en la cama, en el lateral esta vez.

–De acuerdo, cariño. No quería que te sintieras mal. Otro día planearemos una bonita cena para todos, con Alejandro, Mirabel, papá Marco, nosotras... y quizá con su hijo.

–¿Qué insinúas, mamá?

–Nada, nada.

Cristina cerró la puerta de la habitación antes de que un par de calcetines dieran donde antes estaba su cara. Fernanda se levantó, los cogió del suelo y volvió a meterlos en el cajón, en cuyo doble fondo secreto se encontraba la cajita con aquel collar de rubíes tan valioso que Daniel le había regalado. Se metió en la cama y apagó la luz de la mesita al tumbarse bajo las sábanas. Mañana iba a ser un día muy ajetreado...

Las siete de la mañana llegaron pronto. El corazón golpeando su hermoso pecho la había mantenido en un estado de duermevela parte de la noche, pero no podría dormir ni un minuto más cuando el despertador sonó. Abrió el armario y sacó una falda larga y holgada y una blusa un poco holgada, las puso sobre la cama y acto seguido sacó una bolsa del fondo del armario y cogió un pantalón corto ceñido y una camisa algo escotada. Se puso su ropa y se contempló en el espejo, admirando sus curvas marcadas, ajustando aquí y allá, y después se puso encima de todo las prendas feas e insípidas, asegurándose que la tapaban bien. Metió un bolso pequeño y un bonito par de zapatos de tacón en su bolsa de la universidad y se puso en los pies unas sandalias. Sin volver a mirarse en el espejo, salió de su habitación y bajó las escaleras.

El desayuno estaba sobre la mesa y saludó con un beso a Cristina y a Marco, además de dar un beso al marco de su padre biológico, Cayetano. Se sirvió una taza de café, cogió una manzana y se despidió, dándole un mordisco a la fruta, cuando Marco la llamó.

–Espera, Fernanda –Se dio la vuelta; con la boca llena de comida solo pudo emitir un sonido interrogante–. Hoy no estaremos en casa para comer contigo, ¿te dejamos algo preparado? ¿O prefieres pedirlo luego al servicio?

–No te preocupes, papá Marco –dijo aún con la boca llena, antes de tragar­–, mamá me dijo anoche de su compromiso. Pensaba quedarme a comer en el restaurante del Campus Universitario, para pasar la tarde en la biblioteca.

–Entonces pide al chofer que te recoja, no me gusta que vuelvas sola tarde.

–Tienes razón, ahora le pido que me vaya a buscar a las ¿siete?

–Seis. Y media.

Con un gesto de resignación y la boca de nuevo llena, Fernanda se despidió de nuevo.

Como ya era costumbre, entró en la biblioteca universitaria vestida de una manera y salía por la puerta contraria vestida muy distinta y atrayendo todas las miradas. Se arregló los dorados rizos con ayuda de su reflejo en los cristales antes de dirigirse al rincón secreto de Daniel, donde, comprobó sonriente, ya la esperaba el apuesto joven. Ella le pasó los brazos sensualmente por el cuello y él le respondió con un cálido y apasionado beso que, por un largo instante, parecía no tener fin. Cuando se separaron todo lo que su abrazo les permitió, Daniel la miró, primero con una dulzura que la derretía, pero luego puso cara de confusión y una leve tristeza mal disimulada.

–¿No te gustó el collar? Vaya, pensé que quedaría bien con tu piel, y con tu esencia, Rubí.

Rubí sacó del bolso la cajita del collar de rubíes y se lo ofreció, al tiempo que se daba la vuelta. Daniel rio mientras se lo ponía.

– Las joyas en ti son lo que menos brilla, mi amor.

Le ofreció su mano y se dirigieron a la feria.

–Me encantan los gofres con nata –dijo Rubí cuando pasaban delante de un puesto.

–A mí también, ¿quieres uno? Yo invito.

La hermosa joven lo pensó, o fingió pensarlo antes de decir un alegre e infantil "sí", y antes de que pudiera darse cuenta, tenía en sus manos un gofre lleno de salsa de chocolate caliente y un montón de nata encima. Continuaron su camino, hablando de los libros favoritos de Daniel mientras ella comía, o devoraba, el dulce. Hasta que, de repente, el muchacho se detuvo en medio de una frase y la miró fijamente. Ella se detuvo, extrañada, y murmuró un "¿qué?". Daniel la miraba y, entonces, sonrió y le dio un lametón en el labio superior, tomando un poco de nata y chocolate, provocando la risa de ambos.

Se detuvieron en una pequeña plaza y se sentaron en uno de los bancos que rodeaban una fuente, muy cerca el uno del otro y con el brazo de Daniel rodeando los hombros de Rubí. Uno de sus dedos se enredaba con suavidad en los bucles de la hermosa joven, y olía su cabello al apoyar su mejilla en la cabeza de ella. Durante largos minutos no hablaron, solo escuchaban el murmullo del agua caer y jugueteaban con sus manos entrelazadas. No se dieron cuenta del tiempo que corría hasta que las campanadas de un reloj cercano les avisaron de que era hora de volver al campus. Con absoluta resignación y menos seguridad que la que tenía esa misma mañana al despertarse, Rubí hizo amago de ponerse en pie, pero Daniel la detuvo.

–Espera un momento, Rubí –la hermosa joven volvió a sentarse, esta vez mirándole–. Quería hablar contigo, aunque no sabía cuándo hacerlo. Es sobre ese collar que te regalé.

–¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?

–No, no. Espero que no. Es que... bueno, no quiero que creas que pretendo comprarte con joyas, ni que pienso que seas esa clase de mujeres. Solo quería hacerte un regalo que sintiera personal y que pueda estar cerca de tu corazón, para que me sientas a mí. Soy un cursi, lo sé, pero era mi forma de decirte que te quiero.

Una sonrisa se formó en los labios de Rubí y, contra los labios de Daniel, pronunció un "yo también te quiero" antes de besarle con fuerza.  

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora