Capítulo XVI: Nadie es perfecto

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El horror de aquella noche, en que Alejandro se marchó, se había alejado finalmente de Maribel, quien, tras largas horas de oscuridad, sintió algo de calma con las primeras luces del nuevo día, aún con los ojos enrojecidos y restos de lágrimas por su rostro. Sin pensar, simplemente bajó las escaleras y se sorprendió al ver a Carlos dormido de cualquier manera en el sofá, con los zapatos puestos y la ropa del día anterior. Se acercó a él en silencio y se quedó un rato observando a su hijo. Apartó el cabello desarreglado de su frente, le quitó los zapatos y le cubrió con una manta. Luego, se quedó de rodillas junto al sofá, escuchando la respiración de Carlos y sonriendo. Unas gruesas lágrimas cayeron por sus mejillas, pero estas eran muy distintas a las de la noche anterior. Apoyó su frente en la de su hijo, notando la piel caliente de este, y se prometió a sí misma y a él que sería fuerte, pues ambos lo merecían.

El domingo por la noche, Carlos y Maribel comían una gran pizza con mucho queso recostados en el sofá, frente a la televisión, ignorando una película cualquiera. Desde la partida de Alejandro, madre e hijo se habían apoyado en lo que quedaba de su pequeña familia, se habían contado mil tonterías y habían comenzado a sincerarse. En una leve pausa en la que el silencio les golpeó, Carlos descubrió la mirada perdida de Maribel y una sombra en sus ojos. Parecía buscar algo en los jardines escasamente iluminados de la casa, pero solo se encontraba embelesada.

–¿Mamá? –Maribel pestañeó como si sus párpados pesaran y miró a su hijo, a quien dedicó una sonrisa ladeada–. ¿Cómo te encuentras?

–Ay, amor, no te preocupes. Estaré bien –titubeó, se enderezó y alisó su vestido, justo encima de la pierna que tantos problemas y desconfianzas le dio en su juventud–. Estoy bien.

–Lo sé, mamá. Eres la mujer más fuerte que conozco.

Maribel rio, no sabía si sintiéndose feliz de aquella declaración o increíblemente miserable por saber que podía estar a punto de quebrarse en cualquier momento. Su labio tembló ante las palabras de su hijo, y esas mismas palabras la hicieron recomponerse.

–Oh, ¿acaso conoces a muchas mujeres? –insinuó, con tono pícaro y riendo, desviando el tema de sí misma.

–Alguna –respondió Carlos, intentando sonar socarrón, pero no pudo ocultar su sonrojo y sonrisa.

Maribel entendió rápidamente. Comprendió las dudas, fruto de la edad, pero también de la inseguridad del momento. Entendió que aquello se hablaba con los amigos, no tanto con su madre, pero la proximidad que se habían regalado aquellos días la animó. Se acercó a él en el sofá, como cuando era pequeño, abrazándole los hombros.

–Cuéntame, ¿cómo es ella? –preguntó, con esa sonrisa de madre.

Carlos se sonrojó mucho más y, sin poder evitarlo, la mirada jade de Fernanda se apareció en sus recuerdos, sintió el olor de sus dorados bucles y el sabor de sus labios.

–Pues... es bellísima, mamá. Es posiblemente la mujer más hermosa del mundo.

La sonrisa de Maribel no había desaparecido, pero se había tornado casi en una mueca. Pronto se recompuso y, con gesto que pretendía ser relajado, le dijo a Carlos:

–Pero, cariño... la belleza no lo es todo en una persona. Sé que una mujer hermosa puede parecer perfecta como tal y todo lo que un hombre puede desear. Créeme que lo sé –los recuerdos se agolpaban en el pecho de Maribel, apretando su corazón–. Pero debes buscar una persona buena, dulce, honesta... El corazón de una mujer vale mucho más que su cuerpo. No digo que esa joven no sea adecuada –se apresuró a aclarar–, pero estoy segura de que tiene muchas virtudes y no sería justo para ella que te quedaras en lo exterior. ¿Cómo es de verdad?

Carlos dudó un instante, recordando los momentos que había pasado junto a Fernanda, y pronto sonrió.

–Es divertida, y algo tímida, pero también es brava. Ella es... No lo sé todavía, pero tiene algo. Algo enorme, mamá.

–¿Y crees que ella sienta lo mismo? –preguntó Maribel, terminando su vaso de limonada de un trago y mirando por el rabillo del ojo la reacción de su hijo.

–Pues... ¿quizás? No lo sé, creo que puede ser. Vamos juntos a alguna clase, y un día... me besó, mamá –Maribel abrió mucho los ojos y le sonrió con cierta ilusión. Qué rápido crece, pensaba–. Pero luego creo que metí la pata. Tuvimos una cita y no me porté como... un caballero. No hice nada malo –exclamó al ver la breve cara de disgusto de su madre–, pero tampoco fui tan bueno como pude.

–Bueno, me alegra mucho ver que reconoces tus errores. No me gustaría que mi hijo fuera mezquino con las mujeres... ¿Te disculpaste debidamente? ¿Has hecho algo para enmendarlo con ella?

Carlos se dejó caer contra el sofá totalmente abatido.

–No he podido, y hasta practiqué la disculpa. Me preocupa un poco, mamá –Carlos apretó los puños dramáticamente–. No la he vuelto a ver desde entonces, no ha venido por la universidad estos días y no he tenido oportunidad de hablar con ella. ¿Y si no ha venido por evitarme? ¿Y si no quiere volverme a ver?

–No digas eso, Carlos. No habrá sido tan serio como lo crees. A tu edad es normal engrandecer las cosas, pero te aseguro que nadie deja de ir a la universidad porque haya tenido un disgustillo en una cita con un compañero –aquellas palabras no lograron tranquilizar tanto como pretendían, pero Carlos sintió disiparse un poco ese peso en su cuerpo que llevaba tiempo sintiendo.

El lunes por la mañana, el despertador sonó odiosamente en la mesilla. Un manotazo le hizo callar, pero su función se había cumplido y Fernanda refunfuñaba apartando las sábanas y bostezando. La almohada la tentaba para volver, pero había retrasado demasiado su misión. Llevaba días sin pisar las clases, compartiendo las mañanas con Daniel o leyendo revistas en la biblioteca. Y, en gran parte, lo que no quería era tener que fingir con Carlos. Niñato sobón, con lo caballeroso que es Daniel y lo agradable que ha sido Alejandro. Podría haber aprendido algo de su padre. Con cara de hastío, se levantó y fue directa a bañarse.

Largos minutos después, la hermosa joven vestía un pantalón ajustado y un top que resaltaba su cintura y su pecho, pero pronto ocultó sus curvas con una camisa larga y ancha que, aunque era bonita, se sentía con ella como si vistiera un saco de patatas. Se sentó en el tocador y atusó sus rizos hasta dejar los bucles caer sobre su bello rostro. Un poco de maquillaje y se sintió preparada. Bajó al comedor, donde se dejó caer en una silla, se sirvió café en una taza y se bebió la mitad de un trago, como si fuera un chupito de tequila. Cristina y Marco la miraron, entre sorprendidos, preocupados y, disimuladamente, divertidos.

–Oye, Fernanda... ¿te pasa algo esta mañana?

–De repente se te crispó el ánimo, amor.

–Foy fiennn –respondió ella con media tostada en la boca. Masticó furiosamente y bajó el bocado con lo que quedaba de café–. Son... las clases. Tengo una tarea que presentar y estoy nerviosa.

–¿Qué tal la universidad, cariño? ¿Te gusta Psicología?

–Sí, papá Marco. Es una carrera bellísima, solo que es difícil y requiere toda mi concentración –se levantó, tomando un sorbo de agua; notaba la garganta seca–. Me voy ya, no quiero llegar tarde.

Todo el camino de ida a la biblioteca se lo pasó tratando de asimilar el día que tenía por delante. Como me toque otra vez, le tatúo mi mano en la cara. Trató de recordar los consejos de su tía. ¿Qué diría la tía Rubí? Ella soportó a Héctor mucho tiempo. Y Héctor la trató mal. Pero no quiero aguantar a un Héctor, yo no voy a pasar por eso. No. Me niego. La tía necesitaba a Héctor para tener el nivel de vida que quería, pero yo no. Yo no necesito a Carlos... Tengo a Daniel. A mi hombre joven, rico, con dinero...

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora