Capítulo XII: Rubíes...

97 7 1
                                    

Escondido tras los arbustos, Daniel Valencia leía sobre la hierba, con la espalda apoyada en el edificio de frío cemento. El sol calentaba su piel y hacía brillar su cabello. Pasó una página y entonces, solo entonces, notó algo aún más cálido que los rayos de sol. Se giró y vio a una joven hermosísima sentada a su lado. Se sobresaltó al tiempo que se ruborizaba, teniendo que apoyarse en la hierba para no caerse. La joven rio coqueta, tapándose la boca con las manos, y cogió el libro, que había caído entre ambos.

El moderno Prometeo... –leyó Rubí.

Es el nombre bonito de Frankenstein –Daniel cogió el libro que Rubí le tendía, alisó las páginas que se habían doblado al caerse y lo guardó en la mochila que había a sus pies–. ¿Este se va a convertir en nuestro rincón secreto?

Este... O la playa del otro día.

Daniel se ruborizó un poco más, notando arder sus entrañas al recordar el mar, la piel salada de aquella joven tan hermosa como ardiente que ahora tenía a su lado, y apartó la sensación de sus piernas rodeando su cintura antes de que fuera demasiado tarde para disimular. En su lugar, tomó la mano de Fernanda y la besó con cierta solemnidad.

– Cualquier lugar donde pueda ser yo contigo será especial para mí –ella sonrió, sincera y con una timidez que desconocía–. Eres una persona maravillosa, Rubí, y, aunque sé que es muy pronto y no nos conocemos tanto, me gustaría demostrarte que me importas.

El joven volvió a meter las manos en la mochila, esta vez en uno de los bolsillos, y sacó una cajita roja rectangular con un brillante lazo algo maltrecho por el poco espacio que le dejaban los libros y cuadernos. Tendió el regalo a Rubí y esta lo tomó entre sus manos, deshizo el lazo y reveló un hermoso collar dorado con rubíes que colgaban y que brillaron como soles en los ambiciosos ojos de la muchacha. Seguía admirando la joya mientras Daniel se colocaba tras ella y la anudaba en su cuello, y noto el frío del metal y las piedras contra su piel como si ardiesen; ante sus ojos cerrados pasaban números, intentando saber cuánto habría costado. La piedra del centro, mayor que el resto, caía con fuerza sobre su escote y el dorado de la cadena contrastaba con su piel tostada. Aunque no tenía un espejo donde admirarse, estaba segura de que aquel collar elevaba su belleza natural. Las buenas joyas hacen más hermosas y distinguidas a las mujeres bonitas, eso había escuchado en algún lugar, quizá su tía lo dijo un día. Se puso en pie y Daniel la imitó, dio un paso atrás y apartó sus bellos bucles dorados para presumir su nueva adquisición, sonrió coqueta y preguntó al joven:

– ¿Cómo se me ve?

– Te ves preciosa, Rubí. Con ese nombre, sabía que esa joya debía ser para ti.

Rubí dio una vuelta sobre sí misma, encantada. Los rubíes brillaban al sol y las ramas de los árboles que les escondían creaban luces y sombras sobre ellos, dando un ambiente casi de cuento de hadas.

– ¡Te lo agradezco muchísimo, Daniel! Es el collar más bonito que he visto jamás – se acercó a él y abrazó su cuello, susurrando las últimas palabras junto a sus labios, casi rozándolos –. Nadie me había hecho nunca un regalo tan... tan para .

Daniel la tomó entre sus brazos y aspiró el perfume de su cabello dorado. Los labios de ambos estaban tan cerca que fue incapaz de aguantar un solo instante más y la atrajo con suavidad hacia él, pues estaban tan cerca que solo ese pequeño gesto le permitió rozar su boca y, ansioso de tener un poco más, devoró sus labios con ganas y acarició su cintura, mientras los dedos de la joven se enredaban y acariciaban su pelo y le provocaban un cosquilleo delicioso en la nuca. El tiempo pareció detenerse para ellos y ninguno era consciente de que las aceras del campus universitario comenzaban a llenase de estudiantes hasta que los murmullos de las conversaciones se convirtieron en algunos gritos y risotadas habituales de la época, cuando los bancos del campus se ocupaban de jóvenes que aprovechaban las horas vacías disfrutando del sol.

Tomados de la mano, despreocupados y radiantes, salieron de su escondite y se expusieron a los rayos de luz y a las miradas envidiosas de los estudiantes que se cruzaban. Absortos en la sensación cálida que les embriagaba, no se dieron cuenta de que había alguien, un muchacho alto de pelo oscuro y tez afilada, salía a su paso y se interponía en su camino. Fernanda no le reconoció inmediatamente y Daniel le esquivó atrayendo a la joven con él, pero estaban demasiado cerca. El brazo de la joven rozó a Alfonso y este bajó la mano hasta el trasero de Fernanda, acariciándola furtivamente con malicia y perversión. La joven giró la cabeza, enfurecida, pero no se detuvo. Su rostro, rojizo de la rabia que le provocaban esas situaciones, palideció levemente al reconocer a aquel idiota. Se conformó con mirarle con absoluto desprecio y seguir caminando, de la mano de Daniel, con la cabeza bien alta y el corazón palpitando contra su pecho. Había estado a punto de encararle, de insultarle, quizá de soltarle una bofetada, pero se contuvo en el último instante. Intentó repasar mentalmente qué había visto Alfonso cuando tuvo la desgracia de conocerlo, tras aquella clase, junto a...

– ¿Quieres ir a la feria? ¿O a alguna cafetería fuera del campus? –Preguntó con prisa, ocultando con demasiada torpeza el nerviosismo en su voz, atropellada, y en sus ojos, que buscaban temerosos una cara conocida entre la multitud.

– Sí, claro... Oye, Rubí, ¿te encuentras bien? –Daniel la tomó gentilmente de la cintura, sin sobrepasarse, sin sexualizar su cuerpo, y ella no pudo evitar sonreír el gesto al tiempo que recordaba las manos de Carlos incomodarla de noche, recorriendo su piel con más ímpetu que el agua que les caía y mientras el alcohol la mantenía aturdida –. Te quedaste pálida.

Fernanda miró tras de sí cuando se sentaron en un banco de piedra. No había ni rastro de Alfonso, como si la multitud se lo hubiera tragado, y no distinguió ningún otro rostro conocido entre los estudiantes que les rodeaban. Sintió un alivio que relajó su cuerpo, el cual había estado en tensión desde el roce de aquel infeliz.

– Sí, estoy bien, es solo que... –dudó un instante, pero quiso sincerarse aunque fuera a medias–. Alguien me ha manoseado. Cuando casi chocamos con un tipo, se ha aprovechado cuando he pasado cerca para tocarme.

– ¡¿Qué?! ¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo? Maldito imbécil, le hubiera enseñado cómo debe tratar a una mujer –Daniel parecía debatirse entre intentar reconfortar a Rubí y salir a buscar a ese chico, al que trataba de buscar alzando la cabeza.

Rubí dudaba, estaba convencida de que Daniel no había dado ninguna importancia a Alfonso y no sería capaz de reconocerle, pero no se veía capaz de tentar a la suerte más de lo que ya hacía. No había sido consciente de que, aunque la facultad de Daniel y la facultad que compartía con Carlos estaban casi en extremos contrarios del campus universitario, no era tan difícil que se cruzaran. Que, acompañada de cualquiera de ellos, el otro apareciera y todos sus planes se hundirían en cuestión de segundos. Había sido estúpida y había arriesgado demasiado.

– Solo me incomodé, no te preocupes –Rubí se hizo pequeñita por una vez, acurrucándose bajo el abrazo de Daniel y dejándose mimar.

Aquel error no debía volver a repetirse, ella llamaba la atención con su belleza y su carisma, era fácilmente reconocible y podía tener enemigos, envidiosos, despechados. Como Alfonso. No, no podía cometer ningún desliz. Quién sabe qué consecuencias podría haber...

Rubí. ContinuaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora