1: El prado sin podar y otras formas de presentación

203 36 9
                                    

Darius

¿Qué es lo que hace a un buen guardián? Era la pregunta que me hacía cada día al despertar y cada madrugada al dormir.

¿Qué estándares centenarios debía cumplir?

—Listo. Me ha quedado perfecto —dijo orgullosamente el hombre rubio sentado frente a mi. Él sostenía un pequeño muñeco exponiéndolo como la más grande de sus hazañas.

Miré con cautela la entrepierna del juguete.

—Yo creo que lo has puesto del revés.

Definitivamente, este no sería uno de esos estándares.

—¿Estas criticándome? —rebatió con una expresión ofendida y yo le asentí. —Inténtalo tu si eres tan genial.

Sonreí. Mi padre se retorcería del coraje al saber que uno de sus hijos, concebidos y criados para proteger a los miembros más importantes de nuestra raza se encontraba aquí, sentado frente a una pequeña mesa y enseñándole a su señor a colocar un insignificante pañal de tela.

—Märco —suspiré, —el problema es que te apresuras mucho. Mira —llamé su atención, —la tela tiene que cruzarse con cuidado y luego, un simple doblez y queda todo en su lugar.

Mi amigo y antiguo señor bufó frustrado. Había ciertas tareas que no estaban hechas para alguien como él. Y el hecho de que su esposa se negara al uso de pañales descartables lo había orillado a aprender el ancestral arte de los pañales de tela. No es que ambos hubiesen tomado esa decisión, Märco había sido obligado a cumplir todos y cada uno de los requisitos de la que ahora denominaba el demonio de piernas cortas.

La entendía, más de lo que debería. Thara, su esposa, había soportado estoica su viudez recién adquirida con el plus de conocer su estado de buena esperanza para luego enterarse de que su esposo en realidad no estaba muerto, sino que había planeado la extinción de su clan.

Sí, como dije, la entendía.

—¿Puedo servirles algo más, guapos? —preguntó la mesera que se veía encandilada al mirar a Märco y su expresión exasperada con el muñeco. —¿Necesitas ayuda?

—No —la cortó en seco cuando ella le sonreía cálidamente. —Vamos Darius, todavía hay un par de detalles que quiero comentarte.

La muchacha tomó una servilleta y me escribió su número de teléfono. Si no sería con uno, sería con el otro ¿no?

**

Odiaba el mes de abril, lo detestaba con todo mi ser. Las veintidós primeras noches se me hacían más insoportables que las del resto del año y la vigésimo tercera era mi muerte.

—Maldición —pasé mi mano por mi rostro y me jalé del cabello, exasperado. Miré la hora en el pequeño reloj de la mesilla al lado de mi cama. Las tres y doce minutos. —Perfecto.

La primavera en las campiñas era agradable. Teníamos noches frescas, pero agradables. Vivíamos aquí periódicamente y desde hacía un par de años, a las afueras de la pequeña ciudad de Friburgo.

Tomé mi abrigo y salí rumbo a la ciudad con la esperanza de encontrar algún bar que recibiese a tipos como yo a estas horas de la madrugada.

—¿Quieres compañía, guapo? —dijo una odiosa voz a mis espaldas.

Exhalé derrotado. ¿Cómo siquiera esperaba que él ignorara este día?

—¿Qué haces aquí? —miré hacia el interior de la casa de mis vecinos. —A Thara no le hará mucha gracia no encontrarte a su lado al despertar.

TIERRA EN EL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora