15- Elegir las batallas a pelear

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Darius

Me quedé esperando por Aixa hasta que el atardecer le dio paso a la oscuridad de la noche. La bruja no apareció en ningún momento y una mala sensación se asentó en la boca de mi estómago. ¿Dónde demonios se había metido?

Yo había estacionado mi camioneta en el ingreso a la pequeña ciudad y desde allí controlaba a todos los vehículos que llegaron, que dicho sea de paso solo fueron tres. Ellos debían haber recorrido el camino que nosotros hicimos y alguno podría haber alzado a la bruja. Sin embargo, no fue así y la preocupación comenzaba a devorarme las entrañas.

Y allí íbamos de nuevo...

Comenzaba a preocuparme por una persona claramente desequilibrada a nivel mental.

¡Es que yo era un maldito masoquista! Escapaba del martirio que mis propios pensamientos me provocaban y caía en el espiral de preocupación de una bruja poco talentosa y llena de ingenuidad.

—Tenías tanta razón, Rosanne —miré al cielo y pensé en mi hermana fallecida. —Este idiota que tienes como hermano no sirve como guardián. Mi corazón blanduzco sigue traicionando mis valores como perfecto guerrero.

Mientras caminaba hacia el lugar donde había visto a la bruja por ultima vez, me dediqué a percibir toda clase de olores y criaturas. Cualquier otra persona humana que pasara por aquel pueblito en medio de la nada jamás sospecharía de la cantidad de seres sobrenaturales que allí habitaban. Ellos eran casi tan silenciosos como invisibles.

Recogí el aroma de un par de cambiaformas, liebres de campo para ser más exacto. Eran dos jóvenes que entusiasmados por lo que sea que fuese a suceder, se embriagaban con una botella de vino barata. Ninguno de los dos me vio llegar, y yo tampoco los alerté. Estaba por preguntarles amablemente si habían visto a la exótica humana albina cuando el aroma de la susodicha llenó mis fosas nasales.

Mis ojos ardieron con ira.

Uno de ellos olía a Aixa...

Y no era un aroma suave, él olía a su sangre, su miedo y a su desesperanza. Un conjunto de olores que me voló la tapa de la cabeza y provocaron que mi furia se hiciera cargo.

Me abalance en su contra y lo tomé con fuerza del cuello. El otro a su lado comenzó con una serie de chillidos histéricos que seguramente alertarían a todos en un radio de cien kilómetros a la redonda. No me importaba. Ellos la habían tocado, estas inmundas criaturas se habían atrevido a poner sus manos sobre mi bruja.

—¿Dónde está la humana? —me cercioré de que mis colmillos se mostraran alevosamente. —La de pelo banco. Y no te atrevas a mentirme —apreté con fuerza. —Sabes lo que soy. Sabes lo que puedo hacerte.

El olor a orines llenó mis fosas nasales y eso, en vez de producirme una pisca de misericordia, enardeció mi rabia. ¿Cómo se atrevía a mearse encima cuando le preguntaba por la humana a la que claramente le habían hecho daño?

—Ella... se la entregamos.

Gruñí.

—¿A quien demonios se la entregaron?

Tembló, y recién ahí percibí que no estaba dispuesto a ayudarme. Pues bien, este era un juego que dos podíamos jugar.

Haciendo acopio de mis tácticas de intimidación apreté con fuerza su cuello hasta que sus huesillos crujieron, no quería asesinarlo, todavía no. En realidad lo que buscaba era darle la lección de que conmigo no se jodía y un par de huesos rotos me parecían la mejor de las soluciones.

Su amigo volvió a chillar y esta vez le dediqué una mirada petulante. El hombrecillo hizo un intento de escapar, pero fue rápidamente superado por mis habilidades. Lo perseguí como si fuese mi presa favorita y le di alcance apenas un par de metros lejos de nosotros.

TIERRA EN EL CORAZÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora