12- Kuroda

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"Nada en el mundo es tan malo como el dolor físico.

Ante eso no hay héroes."

Orson Welles.

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La noche había caído en Musutafu.

La ciudad entera aparecía abarrotada de luces las cuales formaban un halo sobre ella que pintaba el cielo nocturno en tonos amarillentos.

En sus alrededores, en el extrarradio, el brillo menguaba a la vez que también lo hacían el número de edificios.

La zona industrial, que se erigía mucho más hacia las afueras, lucía en casi en completa oscuridad, salvo por algunas farolas que aún quedaban intactas.

Una furgoneta azul marino se detuvo frente a una de las fábricas abandonadas y apagó los faros. Tres hombres salieron de ella con prisas.

-Esos han estado cerca-decía uno de ellos dando la vuelta a la furgoneta.

-Qué va-respondió el otro riéndose-. Son todos unos inútiles. Podríamos ir andando y ni aún así nos atraparían.

-Por suerte para vosotros tenéis al mejor conductor del mundo para salvaros el culo -dijo el tercero abriendo el maletero de la furgoneta.

Los tres hombres se inclinaron uno por uno a la parte posterior del vehículo.

-¿El mejor conductor? -se mofó el más joven sacando un par de bultos de dentro-Habríamos llegado antes si no te hubieras perdido por la zona residencial.

-¡No me perdí, idiota! -dijo el otro molesto-Estaba tratando de despistarlos, era una táctica de huida.

-¡Basta! -alzó la voz el de mayor edad-Daos prisa con eso. El jefe espera.

Los hombres abrieron el portón de la fábrica y entraron con los brazos cargados de bultos al gran espacio vacío del interior. En el muro de enfrente, en penumbra, podía apreciarse una escalera metálica que llevaba a un cubículo alto del edificio construido con finos tabiques de ladrillo que alguna vez funcionó como oficinas, y subieron por ella.

El hombre de mayor edad entró el primero, seguido por los otros dos a su cargo. En el interior había una mesa con varias sillas desvencijadas y un televisor polvoriento colgado en un rincón de la habitación. Al fondo había una puerta que daba a una antigua sala de juntas.

-Dejadlo todo donde mismo-les ordenó -.

Los jóvenes obedecieron y empezaron a guardar las cajas en unos armarios metálicos oxidados que estaban sujetos a una de las paredes. El mayor abrió un pequeño frigorífico y colocó sobre una de las bandejas de rejilla las cajas pequeñas de cartón que llevaba en las manos.

-Dadme una jeringa-le pidió a los otros sacando un bote de cristal de una de las cajas.

Se escuchó un sonido retumbante desde la sala de juntas y los tres se sobresaltaron.

El que estaba al mando profirió una maldición entre dientes.

-¡Rápido! -apremió a los demás con nerviosismo.

Uno de los jóvenes le alargó una jeringa empaquetada y el mayor se la quitó de las manos. Con los dientes rompió el envoltorio y lo escupió al suelo, sacó la jeringa y le colocó la aguja. Con el utensilio preparado, pinchó la membrana del bote de cristal que tenía en su otra mano y aspiró el líquido transparente levantando el émbolo hasta llenarla en su tercera parte.

Agarró una goma elástica ancha de la mesa y entró a la sala de juntas.

Los dos jóvenes esperaron afuera y uno ellos arrastró una silla para sentarse en ella.

Yakusoku - PromesasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora