Capítulo 9: 4 Horas después

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La gran campana de bronce situada a lo alto de la blanca torre resonó estruendosamente en el pueblo. Repicó una, dos, tres, cuatro y hasta cinco veces. Los músicos pararon de tocar, las mujeres de danzar y un sinfín de reacciones de miedo, confusión y nerviosismo se apoderó de todo el lugar. Las mujeres y niños corrieron despavoridos, los hombres se tensaron y los gritos se hicieron presentes. Ante tal acción, me puse de pie de donde estaba y miré fijamente hacia el gran portón. De pronto el olor a alquitrán invadió el pueblo, igual que aquel día en el que uno de esos demonios me atacó. Era fuerte y desquiciante, tanto así que lo sentía quemándome la garganta. Automáticamente y con el pavor lamiéndome los pies, me escondí detrás de los grandes troncos y me cubrí el rostro con la capucha de la capa de diefskiës. Muy cerca de mi vi a los demonios de piel oscura que habían logrado traspasar la barrera que el pueblo había hecho. Como agiles félidos saltaron por encima de los blancos tejados de las casas atacando a los pueblerinos. Se escurrían entre las sombras—que las llamas creaban—como una parte de la oscuridad; por lo mismo era difícil verlos a pesar de tener un cuerpo descomunal. A su paso mataron a varias personas—quienes inmutadas de lo que ocurría—habían perecido, y la sangre comenzó a correr por el suelo como hilos escarlatas cubriendo de rojo la placeta. El olor a sangre fresca se revolvió con el alquitrán creando un perfume arrebatador que asqueaba. Palidecí al ver aquella escena y al respirar aquel aroma. El corazón se me agitó y mi cuerpo empezó a temblar desmedidamente.

Arrugué la nariz y pasé saliva con dificultad. Con temor, miré hacia la muralla de troncos y vi que tres hombres subían con desesperación a la torre. Una línea de 10 hombres se quedó en la parte frontal y los demás se esparcieron alrededor del pueblo para resguardarlo. Me percaté de que el último hombre que subió a la torre fue Hîan. Todos lucían inquietos y desbordaban miedo por cada uno de sus poros. Sus ojos estaban abiertos desmesuradamente que parecía que se saldrían de sus cuencas, apretaban los labios, las arrugas habían aparecido en su frente y sus cuerpos temblaban. Me quedé parada sin poder moverme, mirando con fijación hacia la torre. Del otro lado se escuchaban fuertes gruñidos e intensos rugidos. Inesperadamente un fortísimo golpe pegó en el portón lo que hizo que uno de los hombres de la torre cayera del otro lado. El estómago se me contrajo al ver la escena. Revisé desesperadamente con mis ojos abiertos a cada uno de los hombres y Hîan no estaba ahí. ¿Pudiera ser que él...?

Alguien tenía que hacer algo —grité en mi interior—. ¡HÎAN! —grité tan fuerte que la garganta me dolió—. ¡HÎAN! ¡Que alguien lo ayude!

Corrí despavorida—tratando de que ningún diefskiës me viera—hacia donde los hombres se encontraban custodiando. Subí despavorida las escaleras hacia la torreta. Al llegar arriba me asomé hacia abajo. Ahí estaba Hîan tirado en el suelo, con la escopeta en manos apuntando hacia el frente y la máscara en su rostro. Tenía un raspón en el brazo y la sangre de la herida manchó la manga de su camisa. Era extraño que no se pusiera de pie, algo debió haberle pasado al caer tan bruscamente. Desvié la mirada de él y vi entre la oscuridad cuatro pares de ojos rojos que miraban hacia mi dirección y que refulgían como sangre. Asustada y aturdida bajé rápidamente las escaleras de madera y me dirigí a un grupo de hombres que empujaban con grandes troncos el portón para que éste no se abriera.

—¡Déjeme salir! ¡Hîan está allá afuera! ¡Abra la maldita puerta! —maldije.

—¡El portón no se abrirá! —gritó exaltado uno de los hombres.

—¡Hágalo! ¡Él puede morir! —exclamé con fuerza.

—¡NO! ¡No abriremos! —otro hombre alzó la voz.

Apreté la mandíbula. El coraje se me subió a la cabeza. Pensé que tenía que haber otra salida, y yo tenía que encontrarla cuanto antes. El tiempo se acababa. Los aldeanos estaban demasiado preocupados por los diefskiës que no les importaba sacrificar a uno de sus integrantes. Me quité de ahí y deambulé por la placeta—con suma precaución para no ser vista por uno de los demonios oscuros—intentando encontrar algo que me ayudara a salir de aquí y proteger a Hîan. De todos modos, el pueblo ya no estaba seguro. La gente que logró huir con tiempo de los diefskiës ahora se refugiaban en sus casas de madera. Al fin—luego de tanto buscar—encontré una soga firme y sin tanto pensarlo, corrí hacia la torre y subí despavorida las escaleras. Los hombres estaban tan ocupados en matar a los diesfskiës que ni importancia me tomaron. Amarré la soga fuertemente en una de las columnas, la até con varios nudos y la dejé caer hacia afuera para que Hîan la tomara y subiera. Me asomé hacia abajo buscando a Hîan con desesperación.

Amarga Aurora © [COMPLETO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora