Capítulo 2: Magenta

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Sin decir nada más, salió del pequeño cuarto de madera dejándome sola. Me puse de pie de la improvisada cama y me coloqué frente a la fogata. Froté mis manos para intentar calentarme. Desde ese punto podías ver los frondosos pinos y la nieve azucarada. Miré la mano en donde había antes una herida y repasé la yema de mi dedo índice sobre la palma. La carne rosada estaba tan sensible que me daba cosquillas al hacerlo. Nunca antes había visto tal cosa. Jamás me habían sorprendido de tal manera y ese chico de mirada desconfiada y al mismo tiempo espontanea, sincera y enigmática lo había hecho. Era extraño lo que su mirada y su presencia me hacia sentir. Sentía nervios cada vez que sus ojos me miraban con curiosidad. Es tonto decirlo pero tal parecía que me sentía atraída hacia él...

Pudiera ser porque en mi aldea estaba prohibido socializar con los chicos... eso era como un pecado para los adultos.

No pasó mucho tiempo para que Keynar regresara con lo que había prometido: Comida. Había traído consigo un bulto envuelto en un amplio pañuelo blanco.

—Volví —se deslizó con agilidad dentro del cuarto y depositó el bulto envuelto sobre una caja de madera—. Come —me apremió.

Desanudó el nudo en el pañuelo y abrió el paquete. Dentro había una pieza grande de pan y otra de queso.

—Gracias —le agradecí sonriente—. Gracias, Mîkanaõ —agradecí en silencio al dios del alimento—. Corté con mis manos un pedazo de pan y otro de queso y me metí un bocado de ambos a la boca. Estaba tan hambrienta que eso me hacia feliz, aparte de que estaba realmente delicioso.

—¿Qué edad tienes? —comenzó de nuevo el interrogatorio.

—14.

—Eres muy joven. No deberías estar fuera de casa.

—No puedo volver ahí —le dije tajantemente.

Se sentó a mi lado y entremetió sus largos y blancos dedos en mi espeso cabello ondulado. Acercó a su nariz varias hebras de mi pelo y lo olió.

—Flores —murmuró—. Parece hilo de oro —me dijo con sutileza.

—¿Qué? —inquirí con dificultad porque tenía un bocado de pan y queso en la boca.

—Tu cabello. Es igual al hilo de oro... igual a los rayos del sol —terminó de decir.

—Vaya, gracias —le sonreí—. ¿Keynar?

—¿Sí? —volteó a mirarme, dejando caer mi cabello en mi espalda.

—No te había podido agradecer por lo que hiciste por mi ésta mañana. Sólo recuerdo que por cansancio caí en la nieve y vi...—hice una pequeña pausa—, vi a un leopardo de las nieves. Sus ojos brillaban esplendorosamente como dos lunas satinadas y lo curioso de todo es que no le temí. Como no le iba a temer si sólo fue un producto de mi cansancio y mi imaginación —solté una pequeña risita—. Es raro ver leopardos de las nieves. Son un mito. Una leyenda que ha pasado de generación en generación.

—Si que es muy curioso. ¿Por qué crees que no le temiste?—preguntó con cierto interés.

—No tengo idea. Siempre me han causado temor los animales grandes, pero este fue distinto. Fue como si sintiera curiosidad hacia mí, y como si me quisiera proteger.

—¿En verdad crees eso?

—Sí, aunque se escuche loco —esbocé una amplia sonrisa.

—Demasiado loco. Según las leyendas, el leopardo de las nieves es uno de los depredadores más mortíferos que existe en las montañas y las altitudes.

Amarga Aurora © [COMPLETO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora