Capítulo 18: Detrás del maullido

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Keynar:

Llamé a mi Aîkir y este apareció frente a mis ojos, confundiéndose con la maravillosa aurora boreal que me servía de manta.

—Ve, Iyleî. Ve y regrésame lo que es mío.—le ordené a mi Aîkir, extendiendo mi brazo y mostrándole el camino.

Mi Aîkir obedeció. Extendió sus alas brillantes en el cielo, perdiéndose con las estrellas. En un corto lapso regresó, trayendo en su pico un cumulo de luz, atrapada en una burbuja de aire y me la depositó entre mis manos ensangrentadas. Debajo de un claro y siendo contemplado por la diosa Gekkou, introduje esa burbuja luminosa en el cuerpo de un conejo de grandes ojos rojos como la granada y piel negra como el ébano y dejé que su alma se fundiera con ¨su alma¨ Un viento helado me acarició el rostro y el cabello. El pecho del conejo dejó escapar un chillido que se esparció con el sonido de las frías ráfagas de aire.

El conejo me observó temeroso y yo lo miré deseoso. Entre pasos sigilosos, un leopardo de las nieves, común y sin ningún tipo de hechizo, caminó con determinación hacia el conejo negro y con suspicacia hacia mí. Yo los miré expectante, aguardando la escena. El leopardo—de un tamaño menos grande que nosotros los shlekîr—salió disparado detrás del conejo oscuro que brincaba velozmente entre la nieve. No tardó mucho en alcanzarlo. Sus fauces se abrieron y sus incisivos colmillos fragmentaron el frágil cuerpo del conejo en dos partes. La sangre se desparramó en el sustrato nevado y manchó el rostro del leopardo. De tres bocados se comió al conejo y al terminar de hacerlo, cayó en el suelo sobre la espesa mancha de sangre. Entrecerró sus ojos azules. Su respirar era agitado y de pronto una sorpréndete luz lo envolvió. Me acerqué a él y le acaricié el costado con dulzura. La aurora boreal desapareció dejando que los primeros rayos del sol inundaran el firmamento. Su cuerpo albugíneo lentamente comenzó a cambiar y al fin luego de un tiempo, los cabellos dorados que tanto me gustaban estaban esparcidos sobre la nieve. Acaricié su cálida mejilla sonrojada y el reborde de sus carnosos labios rosados. Sus parpados permanecían cerrados. Poco a poco observé que abría los ojos, mostrando un cielo infinito en ellos. Sus labios se entreabrieron y su respiración—después de ser pausada—se normalizó. Sus ojos lucían desorbitados.

Intentó hablar:

—¿K-Keynar?—inquirió entrecortadamente.

—Bienvenida de regreso, Eyalín. —le sonreí, mientras continuaba rozando su cálido rostro con mis manos.

—¿D-De re-g-greso? —entrecerró los ojos. Sus labios le temblaban.

—Sí —afirmé—, de regreso.

Inhaló con suma dificultad una gran bocanada de aire frio.

—M-Me due-l-le todo —apretó los ojos.

—Tenía que dolerte —le respondí.

La tomé por los hombros y la ayudé a sentarse. Su cuerpo estaba débil y lucia realmente frágil. Se miró las manos temblorosas con extrañez.

—¿M-Mis manos...? —dijo en un hilo de voz. Observaba con desesperación ambas manos, como si algo le faltara.

—¿Qué tienen tus manos?—inquirí, mirándola.

—E-Están l-lisas —tartamudeó, graznando. Parpadeaba porque todavía sus ojos desorbitaban.

Me aclaré la voz.

—¿Lisas?

Respiró hondo.

—N-No tienen arrugas —aclaró, sorprendida.

—¿Tendrían que tenerlas? —le pregunté. Aunque yo sabía demasiado bien lo que ella trataba de decirme.

—Sí —asintió—. Tengo 50 años —me dijo. Su voz poco a poco se estaba normalizando—. Mi piel ya no es tan tersa como cuando era joven.

Amarga Aurora © [COMPLETO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora