7.

209 34 5
                                    

¿Habría podido el más cuerdo de los seres sensibles mantenerse impasible ante una exhibición espontánea de una belleza tan grande, tan pura, tan intacta?

Por mucho que Keigo se avergonzara – sentado ahora incómodamente en una silla de despacho demasiado pequeña para poder colocar de forma correcta las alas – de haber pensado aquello de Shoto, de nada serviría aquel arrepentimiento si no encontraba una manera de erradicar el recuerdo de su imaginación. No había utilidad en negar que Shoto era un muchacho al que la naturaleza había imantado - y convertido en una trampa tan atractiva como fatal - si no conseguía dejar de pensar de dicha forma.

Cada poco tiempo, la complaciente imagen aparecía de nuevo ante él y, con ella, un pinchazo de amarga culpa. Su excentricidad natural no excusaba el estar pensando en su interno de una forma tan ardorosa. Cuando perdía la concentración y un ensueño diurno lo atrapaba, veía sus suaves rasgos serenos, esculpidos sobre nívea porcelana, desprendiendo el aura de una hermosura poco común. Keigo trataba de justificar sus pensamientos – que parecían indecentes – diciéndose a sí mismo y repitiéndose que no hacía ningún daño apreciando secretamente la cálida belleza de un rubor juvenil. Esta indulgencia consigo mismo era algo novedoso; nunca se habría permitido una licencia como aquella de no ser porque la pequeña fracción que restaba de su humanidad le suplicaba que lo hiciera. Le había negado ya a aquella parte de su persona muchas cosas durante la vida; ahora esta le pedía con desesperación que no le arrebatase la contemplación de aquel candor resplandeciente. Hacía mucho que tenía el arroz para vivir, el sustento, pero quizá acabase de encontrar las flores por las que hacerlo.

Se dio por vencido. No podría terminar de rellenar los documentos que tenía frente a él en aquellas condiciones; terminaría por escribir algo erróneo o por confundirse en un detalle, y ese pormenor sería lo que revelaría a sus superiores la agitación mental de la que era presa. Terminaría de completar aquel papeleo una vez tuviera bajo control su mundo interno.




Shoto maldecía su propia estupidez. El hambre que sentía iba creciendo y haciendo que sus movimientos fueran pesados y dolorosos. El embotamiento subía hasta su cabeza y le hacía dudar de su vigilia, de si estaba realmente despierto y recorriendo aquel espacio desconocido. A cada paso se convencía más de que se desplomaría en cualquier momento, en medio de uno de aquellos pasillos infinitos. La retahíla de improperios que se dedicaba a sí mismo aumentaba de intensidad. Ahora se arrepentía de haber abandonado la planta baja y pensaba que las miradas de los empleados habrían sido más soportables que aquella infantil incertidumbre de no saber a dónde se dirigía. Buscó alguna marca familiar – una irregularidad en la textura de la pared, una mancha sobre el suelo – que le indicase que iba en la dirección correcta. En un momento de lucidez, reconoció, con una alegría casi imbécil, una imperfección en el rodapié de madera, situada en una esquina del muro. Supo que aquel era el pasillo que buscaba.

Abrió la puerta de su cuarto con impaciencia y la cerró detrás de él con el mismo brío. Se sentó en el borde de la cama, avergonzado hasta la médula de su comportamiento, tan inmaduro. Creyó, durante un fatal momento, que no podría evitar llorar por la desastrosa mañana vivida. Su estómago dolía de hambre y amenazaba con hacer de la tarde una experiencia igual de terrible que la mañana si no lo saciaba. Shoto pensó en todo aquello que debía de estar perdiéndose. Era posible que Tokoyami estuviera en la cafetería desde hacía tiempo y quizá se preguntaría por qué Shoto se privaba de comer. Este deseó que no le interrogase sobre aquello cuando se reuniesen para la misión de la tarde. Lo que más afligía a Shoto, sin embargo, era la posibilidad de que Hawks hubiera ido. Tokoyami tendría entonces la oportunidad de charlar con él en privado, de causar una mejor impresión que la sarta de estupideces y errores que Shoto había cometido durante la mañana.

La imagen de Hawks sentado allí, riendo, quitándose las gafas amarillas para poder hablar más cómodamente, hizo que su pecho doliese y sus nervios se desbocasen. Empezaba a encontrarse mal y la risa de Hawks solo empeoraba su agitación. Estaba terriblemente inquieto. Tal vez se perdería algún detalle relevante sobre su mentor. De lo que estaba seguro era de que, si no regresaba, no tendría oportunidad de ser partícipe de la conversación ni de compartir un momento algo menos profesional con Hawks. Si no interrumpía la plática, no se libraría de aquel odioso malestar que parecía surgir en sus entrañas y ascender hasta su garganta, haciendo que sintiese arcadas. El hambre se mezcló con aquella envidia nerviosa hasta el punto que Shoto no habría sabido asegurar si el dolor provenía de su estómago vacío o de su traicionera imaginación.

Se puso su traje de héroe y salió enseguida de su espacio seguro para adentrarse de nuevo en aquella selva.

Intacto | ShotoHawks |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora