Capítulo II: Huellas de un crimen.

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Supongo que te preguntarás que ocurrió después de ahogarme en el lago. Tal vez sentirás curiosidad por conocer la reacción de Javier cuando no logré salir del agua. Puedo imaginar algunas de tus hipótesis: pudo huir antes de que cualquiera lo encontrase allí o, probablemente, se lanzó en mi ayuda para salvar su pellejo. Aquellas dos opciones eran igual de cobardes, pero optó por la segunda, desesperado por la posibilidad de perder su estatus social.

Debiste haberlo visto, estaba tan ridículo gritando mi nombre y chapoteando con desesperación en busca de mi cuerpo que me pareció cruelmente gracioso. Al parecer ya no era tan valiente y poderoso, la grandeza que presumía sólo se encontraba en su lujoso traje e hiperventilaba al no ser capaz de encontrarme.

No lo conseguiría nunca, pues, como si la tierra me hubiera tragado, desaparecí de aquel mundo sin dejar rastro.

¿Que cómo lo hice? Es normal que lo preguntes, yo también me lo cuestioné incontables veces y, aunque no lo creas posible, el último rayo que mis ojos visualizaron me teletransportó muy lejos de allí. No catapultó mi cuerpo como si fuera una simple pluma, tampoco lo desintegró por la fuerza de la electricidad, si no que desaparecí, me engulló.

Nunca había creído en cuentos de hadas, tampoco me interesaban películas o novelas de fantasía como Juego de tronos o El señor de los anillos, por lo que no me esperé que la muerte fuera una simulación de estos mundos imaginarios. Desperté con la sensación de haber dormido por días, mi cuerpo estaba totalmente seco y mis pulmones buscaron aire con tanta desesperación que varias personas vestidas con trajes medievales se giraron a mirarme con confusión. Les devolví la mirada perpleja, jadeando al encontrarme con mi amado oxígeno y sin comprender por qué había acabado en el plató de la quinta película de Las crónicas de Narnia en vez de un hospital.

El aire congelado me golpeó el pálido rostro y analicé el decorado, alarmantemente, realista del lugar. El mercado medieval estaba repleto de campesinos, muy pocos de ellos llevaban ropas abrigadas y se frotaban las manos contra sus pantalones desgastados para entrar en calor. Los niños jugaban entre la multitud, correteando de un puesto a otro y, cuando creían que nadie los estaba mirando, alzaban sus desnutridas manos hasta la fruta de varios puestos para robarlas. Por otro lado, el olor a caballos y la suciedad del suelo daban una pincelada más pobre y asquerosa a la calle.

Un borracho se tambaleó a mi lado, su barriga sobresalía de su manchada camisa y, antes de que pudiera levantarme del pavimento, vomitó a escasos centímetros de mi cuerpo. Solté una exclamación con asco y me incorporé rápidamente mientras sacudía la tierra de mi uniforme escolar.

—Vaya... que ropa más extraña. ¿De dónde la has sacado?—Cuestionó reponiéndose de su indigestión y tomando mi corbata con curiosidad.

Aparté su mano con terror, mi corazón latía rápidamente y estaba tan pálida que el alcohólico adulto se preocupó.

—¿Eres un fantasma?—Insistió y seguidamente rio por su ocurrencia.

—No lo soy—hice una breve pausa tras recordar que acababa de morir ahogada—... Bueno, no lo sé. ¿Esto es el cielo?

Mi pregunta pareció confundirlo, entreabrió los labios para decir algo, no obstante, unas manos tiraron de mi mochila hacia atrás y me la arrebataron, lanzándome violentamente contra el suelo. Jadeé por el dolor, la sangre se deslizó por mis rodillas hasta el comienzo de mis calcetines y busqué con la mirada a la persona que acababa de robar mis únicas pertenencias. Apreté mis labios por la impotencia e, incapaz de quedarme quieta, corrí tras él niño lo más rápido que pude.

No me detuve, empujando a varias personas que obstruían mi camino, las calles comenzaron a hacerse más estrechas e irregulares, la luz del sol no llegaba a varias de ellas por culpa de las casas mal construidas y traté de no escandalizarme al percatarme de las enormes ratas que correteaban a mi lado.

—¡Niño!—Grité en el instante que entró en una casa diminuta y cerró la puerta de madera detrás de él. Apoyé las manos en las rodillas, retomando el aliento y sintiendo cómo la ansiedad me atacaba.

Intenté tranquilizarme inútilmente, todo me parecía tan surrealista que varias lágrimas comenzaron a salir de mis ojos, observé todo a mi alrededor y comencé a darme cuenta de que aquel lugar estaba lejos de ser el rodaje de una película medieval. Una anciana pasó por mi lado y me regaló una mirada desaprobatoria por mi vestimenta. Tomé los extremos de mi americana, intentando cubrirme inútilmente y apoyé mi espalda a la pared de las casas que se encontraban pegadas una a otras.

—Esto no puede ser real.

Llevé ambas manos a mi rostro, ocultando que había comenzado a llorar descontroladoramente. ¿Por qué? ¿Qué había hecho para estar en esa situación? Dios, sólo quería regresar a casa y esconderme en los brazos de mi madre. Pero, por mucho que lo desease con mi corazón, no volvería a hacerlo durante mucho tiempo. Demasiado.

—Pajarillo. —Una voz desconocida me sobresaltó y, limpiando mis lágrimas rápidamente, alcé la mirada. Mi rostro debió ser un poema, pues en el instante que observé el traje militar del joven que me miraba con preocupación, comencé a ser consciente de lo que ocurría—. Debes tener frío.

Bien, comencemos por partes. Primero, ¿Recordáis el último libro que leí antes de que la tragedia sucediera? En efecto, El soldado rebelde. Al parecer, el rayo me acababa de introducir dentro de él. No te rías, es algo serio. Bastante a mi parecer. Todos los años que había estudiado física en el instituto acabaron calcinados en ese instante, pues el mismo soldado protagonista me cubrió con su gran chaqueta. Analicé su impecable aspecto; su cabello castaño caía desordenado por su frente y hacía un profundo contraste con la gelidez de su iris azul, además, supe que era él mismo por la pequeña cicatriz que descansaba bajo su ojo izquierdo.

Solté una carcajada nerviosa, mis manos temblaron sin parar y mis ojos se clavaron en el pequeño escudo bordado en su camisa; la rosa azul del reino de hielo.

—Kambe...—Susurré su nombre al observar como el joven se giraba sobre sus talones para seguir su camino.

Detuvo sus pasos bruscamente al escuchar su nombre y giró su atractivo rostro hacia el mío con perplejidad.

—¿Te conozco, pajarillo?—hice una mueca al escuchar el apodo y apreté los puños sin saber que contestar.

—No..., pero necesito tu ayuda—-Contesté y caminé hacia él hasta quedar cara a cara.— y sé que puedo confiar en tí.

Y mientras que yo conocía al protagonista de mi novela favorita, Javier Martos le contaba a la policía una historia totalmente diferente a lo que había ocurrido en realidad, limpiando sus manos en el acto y consolando a unos padres destrozados por la desaparición de su hija modelo; Aarón lideraba el grupo de búsqueda del pueblo; y, por último, una extraña figura se abría paso entre los esbeltos árboles del bosque.

Entre dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora