Capítulo 3

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Principios. Ideales. Las duras realidades de la vida anterior de Zhou nunca habían permitido tales cosas. Pero la constante exposición a los Chos le había cambiado, elevando sus pensamientos a consideraciones más allá de la mera supervivencia. Desde luego nunca sería un erudito ni un caballero. Pasó años, sin embargo, escuchando las animadas discusiones de los Chos sobre Shakespeare, Galileo, el arte flamenco contra el veneciano, democracia, monarquía y teocracia, y cualquier otro tema imaginable. Había aprendido a leer, e incluso había aprendido algo de latín y unas pocas palabras de francés. Había cambiado hasta convertirse en alguien a quien su anterior tribu nunca habría reconocido.

Zhou nunca había considerado a los señores Kangin y Leeteuk Cho como padres, aunque habría hecho cualquier cosa por ellos. No tenía ningún deseo de formar lazos con la gente. Eso habría requerido más confianza e intimidad de la que él podía reunir. Pero cuidaba de toda la camada Cho, incluido Kyuhyun. Y después estaba Henry, por quien Zhou hubiera muerto una y mil veces.

Nunca degradaría a Henry con su toque, o se atrevería a asumir un lugar en su vida aparte del de protector.

El era demasiado delicado, demasiado único. Cuando creció hasta convertirse en un doncel, todo varón en el condado quedó cautivado por su belleza.

Los desconocidos tendían a ver a Henry como un doncel de hielo, pulcro, sereno y falto de cerebro. Pero los desconocidos no sabían nada de la ingenua astucia y la calidez que acechaban bajo su perfecta superficie. Los desconocidos no habían visto a Henry enseñando a Donghae los pasos de una cuadrilla hasta que ambos se habían derrumbado en el suelo entre risas. O cazando ranas con Ryeowook, su delantal lleno de anfibios saltarines. O la forma risible en la que leía a una novela de Dickens con un montón de voces y sonidos, hasta que la familia entera aullaba ante su ingenio.

Zhou lo amaba. No de la forma en que los novelistas y poetas describían. Nada tan domesticado. Lo amaba más allá de la tierra, el cielo o el infierno. Cada momento lejos de su compañía era una agonía; cada momento con el era la única paz que conocía. Cada toque de sus manos dejaba una impronta que carcomía su alma. Se habría matado a sí mismo antes de admitirlo ante nadie. La verdad estaba profundamente enterrada en su corazón.

Zhou no sabía si Henry le correspondía. Todo lo que sabía era que no quería que lo supiera.

—Ahí —dijo Henry un día después de que hubieran deambulado a través de prados secos y descansaban en su lugar favorito—. Casi lo estás haciendo.

—¿Casi estoy haciendo qué? —preguntó Zhou perezosamente. Estaba reclinado junto a una aglomeración de árboles que bordeaban una corriente, un arroyo que se quedaba seco en los meses veraniegos. La hierba estaba salpicada de un rampión púrpura y filipéndulas blancas, las últimas extendían una fragancia almendrada a través del cálido y fétido aire.

—Sonreír. —Apoyó los codos junto a él, sus dedos rozándole los labios. Zhou dejó de respirar.

Un petirrojo desde un árbol cercano sobre alas tensas, arrancó una larga nota mientras descendía.

Atento a lo suyo, Henry arrastró las comisuras de la boca de Zhou hacia arriba e intentó mantenerlas allí.

Excitado y divertido, Zhou dejó escapar una risa ahogada y le apartó la mano con delicadeza.

—Deberías sonreír más a menudo —dijo Henry, todavía mirándole fijamente—. Estás muy guapo cuando lo haces.

Henry era más deslumbrante que el sol, su cabello como seda cremosa, sus labios de un tierno tono de rosa. Al principio su mirada no parecía nada más que de amigable curiosidad, pero mientras sostenía la de él, Zhou comprendió que estaba intentando leer sus secretos.

Conquístame al amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora