Capitulo 8

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La caja de cuadros estaba medio tumbada pero aún se mantenía sobre su trípode. Rincewind tomó puntería y le lanzó una patada, pero falló. Empezaba a detestar la madera de peral sabio. Algo diminuto le aguijoneó la mejilla. Lo apartó, irritado. Se volvió bruscamente al oír de pronto un sonido chirriante, y escuchó una voz que era como un cuchillo cortando seda.

— Esto es muy poco digno.

— Cállate —ordenó Hrun.

Estaba usando a Kring para alzar la cubierta del altar. Miró a Rincewind y sonrió. Al menos, Rincewind prefirió creer que aquella mueca era una sonrisa.

— Magia poderosa —comentó el bárbaro, mientras presionaba fuertemente con la quejumbrosa espada, sostenida en una mano del tamaño de un jamón—. Ahora compartimos el tesoro, ¿eh?

Rincewind gruñó cuando algo pequeño y duro le golpeó la oreja. Había una ráfaga de viento, aunque apenas se notaba.

— ¿Cómo sabes que hay un tesoro aquí? —preguntó.

Hrun hizo presión y consiguió meter los dedos bajo la losa.

— Bajo un manzano, encuentras manzanas —dijo—. Bajo un altar, encuentras tesoros. Lógica.

Apretó los dientes. La piedra se tambaleó y cayó pesadamente hacia un lado. Esta vez, algo golpeó con fuerza la mano de Rincewind. El mago lanzó un zarpazo al aire y miró lo que había atrapado. Era una piedrecita con cinco más tres lados.

Alzó la vista hacia el techo. ¿Debía temblar así?

Hrun tarareaba una melodía mientras sacaba cuero desmenuzado del altar profanado. El aire crepitaba, brillaba y susurraba. Brisas intangibles ciñeron la túnica del mago, la agitaron y le arrancaron remolinos de chispas azules y verdes. Alrededor de la enloquecida cabeza de Rincewind, espíritus a medio formar aullaban y temblaban mientras algo los absorbía. Intentó alzar una mano. Inmediatamente, la vio rodeada de una brillante corona octarina. El creciente viento mágico rugía al pasar. El vendaval azotó la habitación sin levantar una mota de polvo, pero a Rincewind le estaba volviendo los párpados del revés. Gemía por los túneles, con un aullido que rebotaba enloquecido de piedra en piedra.

Dosflores se tambaleaba, doblado por las garras del viento astral.

— ¿Qué demonios es esto? —gritó.

Rincewind se volvió a medias. Inmediatamente, el viento aullante le dio de lleno y estuvo a punto de arrancarlo del suelo. Remolinos de fenómenos sobrenaturales giraban en el aire y se le agarraban a los pies. El brazo de Hrun salió disparado y sujetó al mago. Un momento más tarde, Dosflores y él volvían a estar junto al altar destrozado, y yacían jadeantes en el suelo. Cerca de ellos, la espada parlante Kring brillaba. La tempestad sacudía su campo mágico.

— ¡Agárrate! —gritó Rincewind.

— ¡Ese viento! —chilló Dosflores—. ¿De dónde viene? ¿Hacia dónde sopla?

Miró el rostro de Rincewind, una máscara de terror puro. Esto le hizo redoblar sus fuerzas para agarrarse a la piedra.

— Estamos perdidos —murmuró Rincewind, al oír que el techo crujía y se tambaleaba—. ¿De dónde vienen las sombras? ¡Hacia allí es hacia donde sopla el viento!

Lo que sucedía exactamente, como bien sabía el mago, era que el insultado espíritu de Bel-Shamharoth se hundía en los más profundos planos astrales de los muertos. Su misma esencia se arrancaba de las piedras y se precipitaba hacia la región que, según los sacerdotes más fidedignos de Mundodisco, se encontraba a la vez en el subsuelo y en Otro Lugar. Por tanto, su templo quedaba a merced del Tiempo, quien durante vergonzosos milenios se había negado a pasar por allí. Ahora, el peso acumulado de todos aquellos segundos reprimidos, liberados bruscamente, caía sin piedad sobre las piedras indefensas.

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora