Capitulo 10

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Cuando despertó, un dragón le miraba; al menos, miraba en su dirección. Rincewind gimió, trató de abrirse camino en el musgo con los omóplatos, y jadeó cuando le llegó el latigazo de dolor. Entre las nieblas del dolor y el miedo, miró de nuevo al dragón. La criatura estaba posada en la rama de un gran roble seco, a algunos cientos de metros. Tenía las alas de un color entre el bronce y el oro, firmemente envueltas alrededor del cuerpo, pero la gran cabeza equina giraba de un lado a otro sobre un cuello asombrosamente prensil. Estaba escudriñando el bosque. También era semitransparente. Aunque el sol le arrancaba destellos de las escamas, Rincewind distinguía con claridad las siluetas de las ramas que había tras él. En una de ellas se sentaba un hombre, empequeñecido por el reptil. Parecía estar desnudo, a excepción de un par de botas altas, una bolsa de piel junto a la ingle y un casco de cresta alta. Mecía perezosamente una espada corta, y contemplaba las copas de los árboles como alguien que lleva a cabo una misión tan aburrida como poco atractiva.

Un escarabajo empezó a trepar laboriosamente por la pierna de Rincewind.

El mago se preguntó cuánto daño podía hacer un dragón medio sólido. Quizá no hiciera más que medio matarle. Decidió no quedarse para averiguarlo. Moviendo los talones, las puntas de los dedos y los músculos de los hombros, Rincewind se deslizó hacia un lado, hasta que el follaje ocultó el roble y a sus ocupantes. Luego, se puso en pie y corrió entre los árboles. No tenía un destino concreto en mente, al igual que no tenía provisiones ni caballo. Pero, mientras tuviera piernas, podía huir. Los helechos y las zarzas le azotaron, pero ni siquiera los sintió.

Cuando hubo puesto cosa de kilómetro y medio entre el dragón y él, se detuvo y se dejó caer contra un árbol, que le habló.

— ¡Eh! —le dijo.

Temeroso de lo que podía ver, Rincewind dejó que su mirada se deslizase hacia arriba. Intentó concentrarse en algunos trozos inocuos de corteza y hojas, pero el aguijón de la curiosidad le obligó por fin a dejarlos atrás. Por último, fijó los ojos en una espada negra, clavada en una rama que colgaba sobre su cabeza.

— No te quedes ahí mirando —dijo la espada (con una voz que era como el sonido de un dedo al pasar por el borde de una gran copa de vino vacía). — ¡Sácame de aquí!

— ¿Qué? —respondió Rincewind, con el corazón todavía al galope.

— Que me saques de aquí —insistió Kring—. O lo haces, o me pasaré el próximo millón de años en un yacimiento de carbón. ¿Te he hablado alguna vez sobre aquella ocasión en que me lanzaron a un lago, allá por...?

— ¿Qué les ha pasado a los demás? —preguntó Rincewind, que aún se agarraba desesperadamente al árbol.

— Oh, les han cogido los dragones. Igual que a los caballos. Y a esa caja con patas. A mí también me llevaban, pero Hrun me dejó caer. Has tenido suerte, ¿eh?

— Bueno... —empezó Rincewind.

Kring le ignoró.

— Supongo que tienes prisa por rescatarles —añadió.

— Bueno...

— Pues en cuanto me saques de aquí, podemos empezar.

Rincewind miró de soslayo a la espada. Hasta aquel momento, un intento de rescate había estado tan en último lugar de su mente que, si algunas especulaciones avanzadas sobre la naturaleza y forma de la multiplicidad dimensional del universo eran correctas, estaba exactamente en primer lugar. Pero una espada mágica era un objeto muy valioso...

Y le quedaba un largo camino de vuelta a casa, dondequiera que estuviese eso...

Se encaramó al árbol y estiró el brazo por la rama. Kring estaba firmemente enterrada en la madera. Rincewind agarró el pomo y tiró, hasta que unas lucecitas brillaron ante sus ojos.

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora