Capitulo 7

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Y Dosflores... Se había extraviado otra vez, de eso estaba seguro. O el edificio era mucho más grande de lo que parecía, o se encontraba en algún inmenso subterráneo sin haber bajado ninguna escalera, o -como ya empezaba a sospechar- las dimensiones internas del lugar ignoraban de manera flagrante la regla básica de la arquitectura, y eran más grandes que las externas. ¿Y a qué venían aquellas luces tan extrañas? En las paredes y el techo había cristales de ocho caras a intervalos regulares, que arrojaban una luz bastante desagradable: más que iluminar, perfilaban la oscuridad. Además, pensó Dosflores caritativamente, quienquiera que hubiera hecho aquellas tallas en la pared, probablemente había bebido demasiado. Durante años.

Minucias aparte, era un edificio fascinante.

Sus constructores estuvieron obsesionados con el número ocho. El suelo era un mosaico interminable de losetas de ocho lados, los muros de los pasillos formaban un ángulo para que los corredores tuvieran ocho lados -contando techo y suelo, claro- y, en los lugares donde había desaparecido la mampostería, Dosflores advirtió que hasta los ladrillos tenían ocho caras.

— Esto no me gusta —dijo el duende de los cuadros desde su caja, alrededor del cuello de Dosflores.

— ¿Por qué no?

— Aquí hay algo maligno.

— Pero tú eres un demonio. Los demonios no pueden decir que algo es maligno. ¿Qué le resulta maligno a un demonio?

— Bueno, ya sabes —dijo cautelosamente el demonio, mirando nervioso a su alrededor y cambiando su peso de garra a garra—. Cosas.

Dosflores le miró, testarudo.

— ¿Qué cosas?

El demonio tosió, inquieto (los demonios no respiran. Pero cualquier ser inteligente, respire o no, tose inquieto en algún momento de su vida. Y, por lo que veía el demonio, éste era uno más que adecuado).

— ¡Oh, cosas! —dijo retorcidamente—. Cosas malas. Cosas de las que no hablamos. Ahí es donde intentaba llegar, amo.

Dosflores meneó la cabeza, cansado.

— Ojalá estuviera aquí Rincewind —dijo—. Él sabría qué hacer.

— ¿Ése? —bufó el demonio—. No me imagino a un mago aquí. No pueden ni acercarse al número ocho.

Se llevó la mano a la boca, arrepentido. Dosflores alzó la vista y miró el techo.

— ¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿No has oído algo?

— ¿Yo? ¿Oír? ¡No! ¡Nada! —negó repetidamente el demonio.

Se metió en su caja y cerró la puerta de golpe. Dosflores llamó con una uña. La puerta apenas se abrió.

— Parecía una piedra moviéndose... —explicó.

La puerta se cerró de golpe otra vez. Dosflores se encogió de hombros. Seguramente este lugar se está derrumbando poco a poco, se dijo a sí mismo. Se detuvo.

— ¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?

AHÍ, AHí, ahí, repitieron los túneles oscuros.

— ¿Hola? —probó de nuevo.

HOLA, HOLa, hola.

— ¡Sé que hay alguien ahí, te acabo de oír jugar a los dados!

ADOS, ADos, ados.

— Mira, sólo quiero...

Dosflores se detuvo. La razón era el brillante punto de luz que acababa de aparecer a pocos metros de sus ojos. Creció rápidamente y, segundos más tarde, tomó la forma luminosa de un hombre. En ese momento comenzó a hacer ruido, o, mejor dicho, Dosflores comenzó a oír el ruido que había estado haciendo desde el principio.

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora