Capitulo 13

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— ¡Payasos! —rugió Hrun desde su asidero entre las garras delanteras de Nínereeds.

— ¿Qué dice? —gritó Rincewind mientras el dragón batía estruendosamente sus alas en el aire, en un intento de ganar más altura.

— ¡No le oigo! —respondió Dosflores, también a gritos. Pero el viento se llevó su voz.

Cuando el dragón se escoró ligeramente, bajó la vista hacia el juguete que era la cima del poderoso Wyrmberg, y vio la oleada de criaturas que alzaban el vuelo para perseguirles. Las alas de Ninereeds batían el aire con algo parecido a la satisfacción. El aire... el aire era cada vez más tenue. A Dosflores se le taponaron los oídos por tercera vez. Advirtió que, al frente de la bandada persecutoria, había un dragón dorado. Con su jinete incluido.

— Oye, ¿estás bien? —preguntó un asustado Rincewind.

Tuvo que aspirar varias bocanadas de aquel extraño aire destilado para poder formular las palabras.

— Podía haberme convertido en un Señor respetable, pude tener una esposa respetable, un taparrabos de oro respetable, pero vosotros, payasos, tuvisteis que... —jadeó Hrun, mientras el tenue aire gélido arrancaba la vida hasta de su poderoso pecho.

— ¿Qué le pasa al aire? ¿Se está...se está acabando? —murmuró Rincewind.

Unas lucecitas azules aparecieron ante sus ojos. Dosflores emitió un gemido, y se desmayó. El dragón desapareció. Durante unos segundos, los dos hombres siguieron ascendiendo. Dosflores y el mago ofrecían una extraña imagen, el uno sentado ante el otro, a horcajadas sobre algo que no estaba allí. Luego, lo que recibía el nombre de gravedad en el Mundodisco se recuperó de la sorpresa, y los reclamó. En ese momento, el dragón de Liessa pasó como un rayo, y Hrun aterrizó pesadamente sobre el cuello de la bestia. Liessa se inclinó hacia adelante y le besó. Rincewind se perdió este detalle mientras caía, con los brazos todavía engarfiados en torno a la cintura de Dosflores. El disco era un diminuto mapa redondo clavado contra el cielo. No parecía moverse, pero Rincewind sabía que lo hacía. El mundo entero se acercaba a él como un gigantesco plato de natillas.

— ¡Despierta! —gritó, tratando de imponer su voz sobre el rugido del viento—. ¡Dragones! ¡Piensa en dragones!

Atisbó un montón de alas borrosas cuando cayeron en picado entre la bandada de criaturas que les perseguían, que pronto quedaron mucho más arriba. Los dragones graznaban y trazaban círculos en el cielo.

Dosflores no respondió.

La túnica de Rincewind le azotaba, pero el turista no despertó. «Dragones», pensó un aterrado Rincewind. Intentó concentrar toda su mente, visualizar un dragón auténtico. «Si él puede hacerlo, yo también», se decía. Pero no sucedió nada. El disco era mucho más grande ahora, un círculo entre las nubes, que se acercaba hacia ellos. Rincewind lo intentó de nuevo, giró los ojos y tensó hasta el último nervio de su cuerpo. Un dragón. Su imaginación, que generalmente iba sobrecargada de trabajo, buscaba desesperadamente un dragón, cualquier dragón.

— NO LO CONSEGUIRAS PEQUEÑO MAGO—rió la voz de la Muerte que era como el monótono repicar de campanas funerarias—. NO CREES EN ELLOS.

Rincewind miró la terrible aparición a caballo que le sonreía y el terror se apoderó de su mente.

Hubo un relámpago brillante. Hubo una repentina oscuridad. Hubo un suelo suave bajo los pies de Rincewind. Se vio rodeado por una luz rosada, y por los repentinos gritos angustiados de muchas personas. Miró espantado a su alrededor. Estaba de pie en una especie de túnel, lleno casi por completo de asientos, sobre los que había atadas muchas personas con ropas muy extrañas. Todos le gritaban a él.

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora