Capitulo 11

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Dosflores se agarró a los barrotes y se dio impulso hacia arriba.

— ¿Ves algo? —preguntó Hrun desde sus pies.

— Sólo nubes.

Hrun le bajó de nuevo, y se sentó al borde de una de las camas de madera que representaban todo el mobiliario de la celda.

— ¡Maldita sea! —exclamó.

— No desesperes —le animó Dosflores.

— No desespero.

— Supongo que todo esto es una especie de malentendido. Supongo que nos liberarán pronto. Parecen personas civilizadas.

Hrun le miró desde debajo de unas cejas superpobladas. Empezó a decir algo, pero pareció pensárselo mejor y, en vez de hacerlo, suspiró.

— ¡Y cuando volvamos a casa, podremos decir que hemos visto dragones! —siguió Dosflores—. ¿Qué te parece?

— Los dragones no existen —se limitó a decir Hrun—. Codice de Chimeria mató al último hace doscientos años. No sé qué hemos visto, pero no son dragones.

— ¡Pero si nos llevaron por el aire! En aquella cueva debía de haber cientos...

— Supongo que era sólo magia —respondió Hrun vagamente.

— Bueno, pues parecían dragones —afirmó Dosflores con cierto aire desafiante—. Siempre he querido ver dragones, desde que era un chiquillo. Dragones volando por el cielo, con aliento de fuego...

— Los dragones solían arrastrarse por los pantanos y cosas así, y lo único que tenía de especial su aliento era que apestaba —dijo Hrun mientras se tendía en el camastro—. Además, tampoco eran demasiado grandes. Solían recoger madera.

— Yo he oído que solían recoger tesoros —señaló Dosflores.

— Y madera. Oye —añadió Hrun, algo más animado—, ¿has visto todas esas habitaciones por las que nos trajeron? Eran impresionantes, ¿eh? Había un montón de cosas buenas, y algunos de aquellos tapices deben de valer una fortuna.

Se rascó la barbilla con gesto pensativo, haciendo un ruido que era como el de un puerco espín abriéndose paso a embestidas entre la aulaga.

— ¿Qué pasará ahora? —quiso saber Dosflores.

Hrun se metió un dedo en la oreja y se la inspeccionó con aire ausente.

— Oh, poca cosa —dijo—. Supongo que, de un momento a otro, la puerta se abrirá de golpe y seré arrastrado a alguna especie de circo ritual, donde quizá lucharé contra un par de arañas gigantes y un sacerdote de ocho piernas procedente de las selvas de Klatch, y luego rescataré a una especie de princesa del altar, mataré a unos cuantos guardias o algo por el estilo, y la chica me enseñará un pasadizo secreto para salir de este lugar, liberaré a un par de caballos y escaparé con el tesoro.

Hrun apoyó la nuca en las manos y contempló el techo, silbando algo sin melodía.

— ¿Todo eso? —se asombró Dosflores.

— Es lo habitual.

El turista se sentó en su camastro e intentó pensar. No le resultaba nada fácil, pues tenía la mente llena de dragones. ¡Dragones! Desde que tenía dos años, le habían cautivado las imágenes de aquellas bestias que aparecían en El Libro Octarino de las Hadas. Su hermana le había dicho que no existían en realidad, y él recordaba la amarga decepción que sufrió. Decidió que, si en el mundo no se encontraban aquellas hermosas criaturas, el mundo no era ni la mitad de bueno de lo que podría ser. Y más tarde, cuando empezó a trabajar como aprendiz con Ninereeds, el Maestro Contable, cuya mentalidad gris era todo lo que no eran los dragones, ya no le quedó tiempo para soñar.

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora