Capitulo 12

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Rincewind observó el rostro blanco de Lio!rt mientras se alejaba. Qué cosa más rara, rió una pequeña parte de su mente, ¿por qué me estaré elevando? Entonces empezó a perder el equilibrio en el aire, y la realidad se impuso. Caía hacia unas rocas, lejanas y manchadas de guano. Su cerebro se rebeló ante la idea. Las palabras del Hechizo eligieron ese preciso momento para resurgir de las profundidades de su mente, como hacían siempre en momentos de crisis.

«¿Por qué no nos pronuncias? -parecían apremiarle-. ¿Qué tienes que perder?»

Mientras caía, Rincewind movió una mano.

— Ashonai —declamó. La palabra se formó frente a él en una fría llama azul, que se meció al viento. Movió la otra mano, ebrio de terror y magia.

— Ebiris —entonó. El sonido se congeló en una fluctuante palabra anaranjada, que flotó junto a su compañera.

— Urshoring. Kvanti. Pythan. N'gurad. Feringomalee.

Mientras las palabras exhibían sus colores de arco iris a su alrededor, maniobró con las manos y se dispuso a pronunciar la octava y última palabra, que aparecería en un chispeante octano y sellaría el Hechizo. Hasta olvidó las inminentes rocas. De pronto, se quedó sin aliento. El Hechizo se dispersó y desapareció. Un par de brazos se cerraron en torno a su cintura, y el mundo pareció tambalearse hacia un lado cuando el dragón salió de su largo picado. Sus garras arañaron por un momento la superficie de la roca del ahora ruidoso suelo del Wyrmberg.

Dosflores dejó escapar una carcajada triunfal.

— ¡Te tengo mi amigo!

Y el dragón se curvó con elegancia en la cúspide del vuelo, aleteó suave, casi perezosamente, y atravesó la entrada de la cueva hacia el aire de la mañana.

...

Al mediodía, en una amplia pradera verde sobre la superficie del Wyrmberg, con su equilibrio imposible, los dragones y sus jinetes formaron un ancho círculo. Tras ellos quedaba sitio de sobra para una multitud de siervos, esclavos y otros que arañaban una forma de vida allí, en el techo del mundo. Todos contemplaban las figuras agrupadas en el centro del circo de hierba. El grupo se componía de una serie de señores dragón, entre los que se encontraban Lio!rt y su hermano. El primero se frotaba todavía las piernas, con una mueca de dolor. Un poco apartados estaban Liessa y Hrun, con algunos partidarios de la mujer. Entre las dos facciones se encontraba el Maestro Tentador hereditario del Wyrmberg.

— Como ya sabéis —empezó, inseguro—, el no del todo difunto Señor del Wyrmberg, Greicha Primero, ha estipulado que no habrá sucesión hasta que uno de sus hijos -o su hija, que todo puede ser- se sienta con poder suficiente para desafiar y derrotar a sus hermanos, o hermano y hermana, en combate a muerte.

— Sí, sí, todos lo sabemos. Sigue con lo demás —exigió una voz quisquillosa, que surgía del aire junto a él.

El Maestro Tentador tragó saliva. Nunca había terminado de encajar la negativa de su antiguo señor a expirar decentemente. ¿Está muerto el viejo buitre, o no?, se preguntaba.

— No está del todo claro —siguió— si se permite lanzar un desafío por delegación...

— Se permite, se permite —restalló la voz desencarnada de Greicha—. Es una muestra de inteligencia. Y sigue, que nos vamos a pasar aquí todo el día.

— Os desafío —intervino Hrun, mirando a los hermanos—. A los dos a la vez.

Lio!rt y Liartes se miraron.

— ¿Quieres luchar contra nosotros dos a la vez? —preguntó Liartes, un hombre alto y delgado, con larga cabellera negra.

— Si

El color de la magiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora