En un instituto la gente siempre se puede clasificar en muchos grupos distintos, pero los principales son: populares, empollones y chicos malos.
Michelle y yo pertenecíamos al grupo de los empollones, claro. Aunque también encajábamos en el de los marginados y en el de mojigatas. Además, Michelle también era aceptada entre los fanáticos religiosos.
A mí no me importaba demasiado ser una empollona con matrícula de honor en matemáticas, ni tampoco me molestaba no haber salido nunca con un chico. Pero ser una marginada era algo que me fastidiaba bastante.
Michelle era mi única amiga y la adoraba, no me malinterpretéis. Pero que nadie más se acercase a nosotras me cabreaba. En realidad, todo esto de los grupos y los estratos sociales me ponía de muy mala leche. ¿Por qué la gente se empeñaba en aislarse de los que no eran como ellos?
—La verdad es que yo tampoco lo entiendo —me confesó Michelle cuando le hablé del tema—. Todos somos hijos de Dios y deberíamos amarnos como hermanos.
Estábamos almorzando en el patio, las dos solas, como siempre. Ella llevaba el larguísimo pelo castaño recogido en dos coletas lisas y el crucifijo de plata que siempre llevaba colgado al cuello destacaba mucho sobre su jersey naranja.
Yo suspiré. Desde que nos habíamos conocido habíamos tenido debates muy intensos sobre la religión, ya que yo era atea. Pero en ese momento no me apetecía iniciar una de esas discusiones.
—Deberíamos ir a sentarnos con ellos. Parecen divertidos —respondí yo, señalando a la mesa que estaba a un par de metros de nosotras.
Michelle estuvo a punto de escupir todo el refresco que acababa de sorber de su vaso de plástico.
—¿Con ellos? Cielos, Ashley, ¿te has vuelto loca?
«Ellos» eran tres chicos y una chica. Estaban tirándose comida entre ellos mientras gritaban y reían. Todo el mundo los conocía. Pertenecían al grupo de los chicos malos.
O, mejor dicho, eran El grupo de los chicos malos. Sí, así, con mayúsculas. No había nadie peor que ellos en Somersby.
—Seguro que ellos nos aceptarían. Todo les da igual.
—Bromeas. Te conozco y sé que no serías capaz de ir a sentarte con esos criminales. Además, no te aceptarían. Ellos hacen cosas peligrosas y tú lo más peligroso que has hecho ha sido pegar un chicle bajo la mesa en clase de historia.
Me quedé unos segundos mirando a los chicos. Sí, era cierto que ellos habían hecho cosas ilegales. A Reed se le conocía en toda la ciudad por haber batido el récord de mayor número de expulsiones en un mes.
Miré a Michelle con una sonrisa.
—¿Me estás retando?
Al contrario de lo que pensaba todo el mundo, mi amiga no era una aburrida. Vale, leía la biblia con demasiada frecuencia para una chica de diecisiete años y juraba que jamás bebería una gota de alcohol ni perdería su virginidad hasta el matrimonio, pero, dejando todo eso de lado era bastante divertida.
Me sonrió de vuelta.
—Te reto —dijo. Le brillaban los ojos de emoción—. Pero no solo a que hables con ellos: te reto a que te hagas amiga suya, a que te integres completamente en su grupo.
Yo fruncí el ceño, sopesando su propuesta.
—¿Como una apuesta?
—Yo lo estaba viendo más como un experimento social, pero si quieres apostar... Cien pavos a que no lo consigues.
Solté una carcajada.
—Tú no tienes cien pavos.
—Ni tú vas a conseguir hacerte amiga de esos delincuentes.
Me miró con ese aire de superioridad que solamente sabía utilizar conmigo. Yo volví sonreír y extendí la mano por encima de la mesa.
—Acepto el reto —afirmé.
Ella me estrechó la mano con fuerza y, acto seguido, le di un último trago a mi zumo de manzana, agarré mi mochila y fui hasta la mesa de los chicos malos.
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Una chica mala
Teen Fiction«Ni tú eres tan malo ni yo soy tan buena, ¿no crees?» . . . Ashley Coleman es la hija que todos los padres del mundo desearían tener: tiene unos modales perfectos, saca unas notas excelentes (sobre todo en matemáticas), no fuma, no bebe, acude sin r...