Cuando desperté a la mañana siguiente, estuve convencida por unos segundos de que todo había sido un sueño.
Pero no lo había sido, claro. Sabía perfectamente lo que había pasado aquella noche. Y el libro de matemáticas de último curso olvidado sobre mi escritorio no hacía más que confirmarlo.
Negué con la cabeza mientras metía el libro en mi mochila después de haberme arreglado para bajar a desayunar. También metí el disco de Black Sabbath, que tenía que devolver a Ben.
Jason Reed se había colado en mi cuarto en mitad de la noche.
Tuve que repetírmelo mentalmente una docena de veces para creérmelo. Era demasiado surrealista.
Y puede que el chico tuviese el ego muy inflado, pero yo misma tenía que admitir (aunque a regañadientes) que esa era la fantasía de más de la mitad de las chicas de Somersby: que Jason Reed apareciese en sus ventanas una noche y se metiese en sus camas. En el instituto todo el mundo sabía que Reed era peligroso, pero incluso así todas las chicas suspiraban por él. Y yo no entendía por qué.
Jason no era especialmente guapo. Estaba delgaducho y no era muy alto. Tenía una cara bonita y sin duda la combinación de pelo negro y ojos azules le hacía sumar muchos puntos, pero tampoco era como si el mismísimo Miguel Ángel hubiese esculpido sus rasgos. Supongo que lo que a las chicas les atraía de él era su actitud, ese descaro y esa petulancia. Por el contrario, a mí aquella forma de ser que tenía me ponía de los nervios. Me estaba volviendo loca.
Apartando aquellos pensamientos de la cabeza, bajé a desayunar.
En el salón mi padre estaba apurando su café mientras veía el telediario matutino. Mi madre se comía sus tostadas a toda prisa, ya que, como yo seguía castigada, tenía que llevarme en coche al instituto y eso siempre hacía que llegase tarde al trabajo.
Yo estaba terminando de devorar mis cereales cuando mi padre dejó de atender al televisor para mirarnos a mi madre y a mí.
—Anoche oí unos ruidos muy extraños —comentó—, como pasos en las escaleras.
Estuve a punto de atragantarme con mi desayuno. Habíamos sido Jason y yo, claro. No debí haberle dicho que saliese por la puerta, pero que se fuese por donde había venido (mi ventana) me pareció demasiado peligroso.
—Cierto, a mí también me pareció escuchar algo —dijo mi madre.
Los dos clavaron sus ojos en mí.
Tragué saliva e intenté no parpadear mucho. Siempre parpadeaba demasiado cuando mentía.
—Sí, fui yo. Me entró sed y bajé a la cocina a por un vaso de agua.
Mi madre asintió. Se lo había creído.
Mi padre no movió ni un músculo, sino que me echó una mirada escéptica. Estaba claro que no había terminado de convencerle mi explicación, pero no dijo nada más.
Terminamos de desayunar y mi madre y yo nos estábamos preparando para salir en dirección al instituto cuando mi padre se acercó a nosotras, con las llaves de su coche en la mano.
—Hoy te llevo yo, Ashley —anunció. Mi madre se lo agradeció, ya que así no llegaría tarde al trabajo. Yo no dije nada.
No podía quejarme.
Subí al coche con él y condujo hasta el instituto. Normalmente los silencios entre nosotros eran cómodos y agradables, pero en aquella ocasión el mutismo que se instaló dentro del vehículo fue frío y cortante como un cuchillo.
Fue por ello por lo que me sentí tan aliviada cuando al fin llegamos al instituto y pude bajarme, pero, cuando una vez en la calle estaba cerrando la puerta, él me llamó.
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Una chica mala
Novela Juvenil«Ni tú eres tan malo ni yo soy tan buena, ¿no crees?» . . . Ashley Coleman es la hija que todos los padres del mundo desearían tener: tiene unos modales perfectos, saca unas notas excelentes (sobre todo en matemáticas), no fuma, no bebe, acude sin r...