Después de casi quince minutos derramando lágrimas tirada en el suelo del cuarto de baño, me obligué a mí misma a dejar de llorar. Me levanté y fui hasta uno de los lavabos para lavarme la cara, en un intento por limpiar cualquier rastro del llanto. Funcionó a medias, ya que no podía hacer nada con mis ojos hinchados y enrojecidos, pero, por lo demás, estaba normal.
Ya pensando en frío, aunque todavía muy impotente, solté un suspiro y miré mi reloj: eran poco más de las nueve y el recreo no sería hasta tres horas después. Ningún profesor dejaba que nadie saliese de clase para ir al baño, así que tendría que esperar hasta entonces para que alguna niña de sexto o séptimo se diese cuenta de que la puerta estaba cerrada y pudiese pedirle que buscase a alguien para abrirla.
Pero tres horas eran demasiado. En tres horas la competición ya habría terminado.
Gruñí, mirando a mi alrededor en busca de algo que pudiese servirme para abrir la puerta. No había nada en el baño excepto rollos de papel higiénico y dispensadores de jabón. Y me había dejado la mochila en el gimnasio. No tenía nada con lo que forzar la puerta, ni siquiera una mísera horquilla sujetándome el pelo.
Intenté echarla abajo a patadas, pero, como aquello no era una película sino la vida real, lo único que conseguí fue hacerme daño en el pie.
Genial, había perdido casi una hora llorando e intentando sin éxito abrir la maldita puerta.
Eché otro vistazo a la estancia, pensando alguna otra manera de salir de allí.
La única conexión que tenían los baños con el exterior eran aquella puerta cerrada con llave... Y una pequeña ventana pegada al techo.
Me acerqué a la ventana pensativa. Estaba demasiado alta como para que pudiese alcanzarla, pero justo debajo había un radiador, así que podía intentar subirme y luego abrirla desde ahí.
Así que eso fue lo que hice. Me apoyé en la encimera de los lavabos y me encaramé al radiador. Me costó bastante ponerme de pie y mantener el equilibrio, pero cuando lo conseguí alcé los brazos hacia la ventana... ¡Y llegué hasta ella!
Era una de esas ventanas que se abren deslizando el cristal, así que pegué la palma de la mano a él e intenté moverlo, pero no cedió. La ventana también estaba cerrada. De hecho, no recordaba haberla visto nunca abierta. A lo mejor eso explicaba el mal olor que siempre se acumulaba en el baño. Nadie se molestaba en ventilarlo.
Con un suspiro, bajé del radiador de un salto.
Se me pasó por la cabeza la idea de quitarme el top, envolverme la mano con la tela e intentar romper el cristal con la mano, pero me deshice de aquel pensamiento rápidamente. Aquello, como lo de echar una puerta abajo a patadas, solamente funcionaba en las películas.
Así que volví a mi sitio en el suelo, junto a la puerta. Empecé a golpearla con la esperanza de que alguien que pasase de casualidad por el pasillo me escuchara. También pedí ayuda a gritos, pero nadie vino.
Me pasé tres malditas horas encerrada en el baño. Todo por culpa de Michelle.
A la hora del recreo, como yo había sospechado, un grupito de niñas de primer año se arremolinó al otro lado de la puerta, intentando abrirla y cuchicheando elucubraciones sobre por qué podría estar cerrada.
—¿Hola? —probé a decirles—. ¿Me escucháis? ¡Estoy aquí dentro!
—¡Eh, hay alguien dentro! —escuché gritar a una de las niñas.
—¡Sí! —chillé, poniéndome de pie—. Me han encerrado. Tenéis que ir a buscar al conserje para que traiga la llave.
Escuché pasos alejándose y, unos diez minutos después, más pasos, esta vez acercándose. Oí al conserje decirles algo a las niñas y luego el ruido de una llave entrando en la cerradura.
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Una chica mala
Novela Juvenil«Ni tú eres tan malo ni yo soy tan buena, ¿no crees?» . . . Ashley Coleman es la hija que todos los padres del mundo desearían tener: tiene unos modales perfectos, saca unas notas excelentes (sobre todo en matemáticas), no fuma, no bebe, acude sin r...