Capítulo Seis

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Capítulo VI

De la ira del rey bárbaro y de lo que se contaba acerca de él.

Jimin se había quedado clavado en el sitio. Sunoo tiró de él para ponerlo a cubierto justo en el momento en que una pequeña hacha de mano se hundía, con una mortífera vibración, en el marco de la ventana a la que estaban asomados.

—¡Tenemos que marcharnos de aquí, señor! —urgió. Sin embargo, Jimin seguía sin poder reaccionar.

—Tendría que estar muerto —murmuró—. ¿Por qué no está muerto?

Oyeron un tumulto en la planta baja. Los hombres de SoKyung se habían precipitado al interior de la herrería, y allí se habían topado con Hanjoon, que trataba de averiguar el porqué de tanta agitación.

—¡Uno a uno, señores! —tronaba—. ¡La tienda está abierta a todo el mundo, pero mi casa, no!

—No tenemos mucho tiempo —dijo Sunoo.

Jimin buscó con la mirada una vía de escape. No podían volver por donde habían venido, porque la estrecha escalera no tardaría en estar ocupada por una tropa de bárbaros. Sus ojos localizaron entonces otra ventana en la parte opuesta de la habitación. Sunoo también la había visto. Los dos se abalanzaron hacia ella y se asomaron casi al mismo tiempo. La ventana daba a un callejón tan estrecho que la parte superior de la herrería casi tocaba la fachada del piso superior de la casa de enfrente, que se alzaba en voladizo sobre la planta baja. Allí había otra ventana, pero solo uno de los postigos estaba abierto.

—¡Ya vienen! —exclamó Sunoo. El joven trató de mantener la cabeza fría, tal y como Lobo le había enseñado. Se encaramó a la abertura, aferrándose al marco, y calibró las posibilidades que había de que lograse saltar hasta la casa de enfrente y alcanzar la ventana sin caer al suelo.

—Adelante —lo animó Sunoo al comprender cuáles eran sus intenciones—. Si nos quedamos aquí, nos matarán.

Jimin inspiró profundamente y saltó. Se agachó sin muchos problemas a la contraventana que estaba abierta; esta se dobló por el impacto, y el muchacho chocó contra la pared. Logró izarse hasta la ventana antes de que el postigo cediera del todo y la precipitara al suelo. Cayó en el interior de la estancia, jadeando, pero no perdió el tiempo: se puso de pie y abrió del todo el otro postigo para que Sunoo pudiera entrar con mayor facilidad. Le tendió las manos cuando saltó y lo ayudó a penetrar en la habitación justo cuando los bárbaros irrumpían como una tromba en el desván que acababan de abandonar.

—No podrán saltar hasta aquí —dijo Jimin—, pero no tardarán en cerrarnos el paso por la entrada principal. ¡Corre!

Sus perseguidores perdieron un tiempo precioso asomándose a la ventana para increparlos desde allí, de modo que cuando los dos jóvenes llegaron a la planta baja, la calle aún estaba despejada. Atravesaron la estancia principal de la casa como una exhalación, pasando por delante de una anciana que estaba hilando junto a la ventana, y que se quedó mirándolos tan perpleja como si acabara de ver un par de fantasmas. Sunoo y Jimin salieron a la calle y se detuvieron solo un momento para evaluar sus opciones. El bramido de los bárbaros se oía todavía desde la plaza. No tardarían en alcanzarlos.

—¡Por aquí! —dijo el mas joven. Jimin lo siguió a través de un callejón aún más estrecho que el que acaban de dejar atrás. Desembocaron en una calle un poco más amplia, casi a las afueras del pueblo, pero se detuvieron en seco porque un caballo estuvo a punto de arrollarlos.

—¡Eres estúpido! —le soltó su jinete a Jimin sin ceremonias. Él alzó la cabeza y vio que se trataba de Lobo, que lo observaba con los ojos echando chispas. Abrió la boca para replicar, pero él no le dio tiempo. —¡Sube! —ordenó—. ¡Puede que aún logremos arreglar este desastre!

El canto del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora