Capítulo Diez

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Capítulo X

Que trata de puercos, joyas y viejas amistades.

Así, Sunoo y Jimin, regresaron a la civilización, aunque viajaban con cautela, procurando no dejarse ver demasiado; después de todo, Jimin seguía siendo un proscrito. Pero aun así podía hacerse pasar por un muchacho cualquiera y viajar libremente por los caminos, incluso saludar a los campesinos que pasaban en sus carromatos. Iba siempre con la capucha calada hasta los ojos, y tuvo la suerte de que el tiempo no fuese del todo favorable, con nubes y ligeras lloviznas, puesto que habría parecido extraño verlo cubierto bajo un sol radiante. Pese a todo ello, Jimin añoraba a Tae y a sus amigos del bosque, incluido Lobo. Sí, era estupendo poder cabalgar bajo el cielo abierto, pero a veces también echaba de menos la protección y la seguridad que le daba el laberinto de árboles en el que había aprendido a vivir.

El viaje se desarrolló sin demasiados incidentes. En una ocasión tuvieron que ocultarse en un pajar para que no los descubriera una patrulla de bárbaros, y en otra optaron por bordear una población importante para evitar que alguien pudiera reconocer al joven que había desafiado al gran rey SoKyung. Jimin sabía que mucha gente le apoyaba en secreto, pero también había otros que no dudarían en venderlo a los bárbaros a cambio de la suculenta recompensa que ofrecían por su cabeza.

Por fin, una tarde, llegaron hasta las inmediaciones de Rocagrís. Descabalgaron en un bosquecillo de abedules y se asomaron a un recodo del camino desde el que se vislumbraba su destino. Jimin parpadeó para contener las lágrimas. Había abandonado aquel lugar año y medio atrás. Se le antojaba una eternidad y, sin embargo, parecía que nada había cambiado. Si acaso, la hiedra de los muros había crecido y nadie se había ocupado de arreglar los desperfectos que se apreciaban en el tejado del torreón, probablemente causados por las nieves del invierno.

El muchacho suspiró.

Era consciente de que muchos sirvientes habrían abandonado el castillo al conocer la suerte de sus amos. Pero otros se habían quedado, y Jimin esperaba que lo hubieran hecho por fidelidad a su familia. Ahora obedecían a los bárbaros que habían ocupado el lugar de los ausentes, pero quizá quedara en ellos una pizca de lealtad hacia la memoria del duque. En un momento de apuro, la complicidad de un criado podría ser clave para el éxito de su empresa.

—¿Qué hacemos, mi señor? —preguntó Sunoo.

Jimin tardó un poco en contestar. Seguía contemplando el castillo, tratando de no dejarse llevar por la melancolía. El portón aún se encontraba abierto; no lo cerrarían hasta que se hiciera de noche. Sin embargo, había un guardia apostado en la entrada, rascándose la barba indolentemente. Jimin se mordisqueó el labio inferior, pensativo.

—Se me ocurrirá algo —dijo por fin—. Lo importante es no despertar sospechas. Si pudiésemos entrar al anochecer, cuando los bárbaros estén cenando, podría llegar hasta mi antigua habitación sin que nadie lo advirtiera. Pero para eso debo estar dentro antes de que cierren las puertas.

Sunoo no respondió, pero se quedó mirándolo, con una fe ciega en él. Jimin se sintió un poco incómodo, aunque procuró no dejarlo traslucir. Era cierto que había llegado hasta allí sin contar con un plan; sin embargo, confiaba en que encontraría la forma de llevar a cabo sus propósitos. Lo que sí tenía claro era que no pondría a Sunoo en peligro; lo había traído solo como apoyo y no tenía la menor intención de hacerle entrar en una fortaleza llena de bárbaros.

En aquel momento resonó por el bosque el sonido de un cuerno que trajo a Jimin multitud de recuerdos: tardes de invierno junto al fuego, tardes de verano en el jardín trasero, tardes de otoño frente a la ventana, contemplando la puesta de sol. Aquel cuerno sonaba solo por las tardes.

El canto del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora