Capítulo Nueve

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Capítulo IX

De cómo Jimin regresó con el extraño muchacho que había hallado en el bosque y de las cosas que averiguó después.

La llegada de Jimin al campamento, diez días después de su partida, supuso una gran alegría para todos. Lo habían buscado por el bosque, pero evidentemente nadie, ni siquiera Lobo, había osado adentrarse tanto como para encontrarlo. Muchos lo daban por muerto; otros tenían la esperanza de que regresaría, y algunos barajaban la posibilidad de que no se hubiese marchado al Gran Bosque, sino a cualquier otra parte, en cuyo caso quizá volviese tarde o temprano. Sunoo repetía a todo el que lo quería escuchar que Jimin había sido secuestrado por los bárbaros, aunque Lobo había afirmado que aquello era poco probable. Recordaba muy bien que Jimin había hablado del manantial de la eterna juventud justo antes de desaparecer sin despedirse.

—Ese condenado juglar le llenó la cabeza de pájaros —gruñía.

Pero ni siquiera aquellos que no habían perdido las esperanzas pudieron ocultar su sorpresa al verlo aparecer, hambriento, desaliñado y acompañado de un extraño muchacho. Al principio, todos fueron saludos, risas, abrazos y muchas preguntas. Jimin no sabía por dónde empezar a relatar su aventura, y Tae estaba tan asustado que no se despegaba de él. Pero entonces intervino Alda, espantó a todo el mundo, condujo a los recién llegados junto a la hoguera y les sirvió sendos platos de sopa. Tae metió el dedo en el caldo con curiosidad; pero se quemó, lanzó una exclamación de dolor y sorpresa y arrojó la escudilla lejos de sí. Todos se quedaron mirándolos con extrañeza. Jimin suspiró.

—Es una larga historia —dijo—. ¿Tenéis por ahí un trozo de pan? Creo que le gustará más que la sopa. Todavía no le he enseñado a usar la cuchara.

—¿No sabe usar la cuchara? —dijo Sunoo, mirándolo con desconfianza—. ¿Por qué no habla? ¿Y por qué tiene el pelo verde?

—No tiene el pelo verde... —empezó Jimin; pero entonces se dio cuenta de que, en efecto, a la escasa luz del atardecer, el cabello rubio de Tae mostraba un tono verdoso—. Bueno, quizá un poco. Creo... creo que ha perdido la memoria, o algo parecido. Lo encontré en el bosque y me lo he traído porque... bueno, porque habría muerto si no lo hubiese rescatado.

Hubo un coro de murmullos y de exclamaciones ahogadas. Todo el mundo miró a Tae con curiosidad y algo de compasión, aunque el recelo no había desaparecido de sus ojos. Jimin no podía reprochárselo: Tae era demasiado raro, y ahora, a la luz de la hoguera, sus diferencias se hacían todavía más patentes. El muchacho había acabado por acostumbrarse a su aspecto, con aquella piel moteada y aquel pelo salvaje, y también a sus extravagancias. Pero sus amigos estaban contemplando al muchacho del bosque por primera vez. Como él mismo cuando lo había hallado desnudo en el río. Una de las niñas, sin embargo, lo observaba con fascinación. Jimin la conocía: se llamaba Levina y era la hija de Alda.

—¡Háblanos de él, Jimin! —le pidió—. ¡Cuéntanos qué has visto en el Gran Bosque!

—Eso puede esperar —dijo una voz con gravedad, y Jimin alzó la cabeza de su plato de sopa para mirar con expresión culpable a Lobo, que acababa de llegar; era él quien había hablado.

—Lo siento —dijo inmediatamente.

—Ya puedes sentirlo —gruñó Lobo—. ¿Es que no me escuchas cuando hablo? Te dije que internarte en el bosque era una mala idea. ¿Sabes cómo perdí esta oreja? Cuando era un mozo, yo también quise averiguar qué había más allá. No hice caso de las advertencias de mi padre y me escapé al Gran Bosque, ¿y sabes qué? Me salió al paso un oso que era el doble de grande que yo. Tuve suerte de escapar con vida, pero me arrancó la oreja de un zarpazo. Ese día aprendí dos cosas: que uno siempre debe escuchar a sus mayores y que cabrear a un oso no es una buena idea. Y en cuanto a ti...

El canto del bosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora