Las Niñas

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- ¡Mira, mamá, una pariposa! -señaló la niña, con su pequeña y regordeta mano. Rió para sí misma de la emoción y un conjunto de cobrizos bucles se agitaron como resortes en su cabeza.

- Ma-ri-po-sa -puntualizó su madre, mirándola con asombro y levemente contagiada de su risa.

La pequeña niña asintió mientras oía a su madre sin hacerle mucho caso, sus ojos verdosos estaban clavados en la figura de la mariposa con relucientes alas azules.

- ¡Se va! -exclamó con un tono de notable decepción al ver que, en efecto, la mariposa se marchaba de la flor en la que había estado posada.

La niña tiró del brazo de su madre, instándola a perseguir al pequeño insecto, y aunque su madre mostró un poco de resistencia pues no le apetecía nada correr con el calor que hacía aquella tarde, desistió al ver los ojos de su pequeña hija, aguados por las lágrimas.

"No quiero que tus ojos estén tristes, mi niña."

Sin embargo, luego de un corto trote, Alba decidió dejar ir a su hija, ya que se había dado cuenta rápidamente de que su estado físico no iba a permitirle seguir el paso de la pequeña. Comenzó a caminar, manteniendo sus ojos siempre fijos sobre la niña de vestido blanco que corría buscando su tesoro con alas, mientras intentaba normalizar su respiración.

"Los treinta no llegan solos", pensó.

Metió su mano dentro se su bolso y, luego de chocarse con un par de juguetes, algo de maquillaje y papeles viejos, encontró el mechero y la cajetilla de cigarros de uva. Se paró un segundo e intentó encender uno, mascullando alguna maldición cuando el mechero decidía que era muy entretenido sólo echar chispas, hasta que al fin logró su cometido.

Justo en ese preciso momento, un chillido que bien reconocía le heló la sangre por completo.

- ¡Maaaaamiiiii! - el grito de su hija pudo oírse hasta en el último rincón de Madrid. La pequeña estaba sentada en el piso, sosteniendose la cabeza y con su cara completamente roja por el alarmante llanto.

Alba se olvidó de su estado físico y corrió a socorrer a la niña, mientras veía que un cúmulo de gente comenzaba a acercarse hacia ellas.

- Oli, Oli, Olivia, mi amor, ¿estás bien? -preguntó, quitándole las pequeñas manos de la cara. Los lagrimones de la niña no paraban de caer, empapando hasta su vestido, que ya no era blanco inmaculado, sino que ahora tenía manchas verdes y marrones por la caída en el césped.

- ¡Me luele la cabeza! -se quejó Olivia, y Alba pudo observar una notoria mancha roja en su cabeza, producto del impacto de...

- ¡Eh, mi pelota! -una pequeña y esbelta niña, de cabello negro recogido en una coleta, que vestía el uniforme de un equipo de fútbol, se acercó a la escena.

Se frenó en seco al ver a la madre, acunando a la niña cuyo llanto había bajado un poco la intensidad. Tragó saliva cuando vio la pelota en la cercanía, y entendió la que se le venía.

- ¿Pero qué has hecho, Aura? -su madre, mujer altísima y delgada, de cabello negro y corto, recogido en una coleta en su nuca, venía a trote- Te dije que jugaras con cuidado, niña -la reprimió, y Aura bajó la cabeza.

- Lo sé, mamá -murmuró culpable, y su madre le dedicó una mirada imponente, haciéndola a un lado para ver cuál había sido la consecuencia del descuido de su hija.

Sus ojos se fijaron en la niña, cuyo rostro quiso sonarle a alguien conocido, pero no entendió a quién. Se puso en cuclillas y la observó, sin mirar a su madre, pues estaba concentrada en encontrar alguna herida visible en la niña.

- Lo siento mucho -dijo Natalia-. Aura a veces no se fija en lo que hace, pero tendrá su castigo -dijo más para sí misma-. Si quieres, la puedo revisar, soy enfermera -concluyó, levantando la cabeza para mirar a la madre de la niña.

Su respiración se cortó por un segundo. Los ojos miel de Alba, quien había quedado petrificada después de escuchar la voz de la morena, estaban clavados en los ojos chocolate de esta última.

Sus hijas, mientras tanto, observaban el intercambio con curiosidad, como si estuviesen viendo a una oruga salir de su crisálida y temieran interrumpir el momento.

Después de un largo silencio y, ayudada por un esfuerzo monumental, Alba rompió el silencio.

- Natalia...

- Cariño -respondió la morena, en un susurro.

Había alargado la mano, casi como si quisiera cogerle la cara y acariciarla, pero una voz gruesa y sonora interrumpió el momento.

- ¡Natalia, que cojas a la cría, que nos marchamos ya! -y los ojos de Alba encontraron a la gran Natalia Lacunza haciéndose pequeña ante el grito.

- ¡Qué ya voy, Mikel! -y luego, frunció los labios, sin decir adiós antes de marcharse.

Justo como la última vez, sólo que, esta vez, con una pequeña clon caminando de su mano. 

La Pequeña Familia || ALBALIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora