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Se encontraba en su lugar favorito en todo el mundo, el cual se localizaba en el sótano de su casa.

En ese lugar, estaban almacenadas sus joyas más preciadas: ojos, hermosos ojos humanos.

Sí, era un coleccionista.

Muchos pensarían que estaba sumamente mal de la cabeza, pues tomaba los ojos de cada una de sus víctimas, resguardándolos en pequeños frascos de vidrio.

Observaba cada recipiente con atención, cada uno de esos globos oculares tenía algo especial, según su punto de vista.

Para él, todos los ojos poseían algo hermoso y único a su manera, daba igual si eran azules, grisáceos o marrones.

Pero sólo pocos tenían esa chispa, ese brillo que parecía sacado de una obra de arte.

Cuando un par de ojos le cautivaban, no podía dejar de pensarlos, de desearlos sobre todas las cosas.

Hasta ahora, había obtenido los más hermosos que pudieses ver en tu vida, y era lógico, pues el joven tenía un increíble radar para éstos, no conseguía los ordinarios ni los que pertenecían a cualquier persona que viera en la calle, no, él obtenía los de mayor impacto, los imposibles.

Tenía un trabajo de medio tiempo en una librería del centro de la ciudad. Esto le permitía toparse con un amplia diversidad de ojos, aunque pocas veces lograba dar con unos perfectos; entonces cuando los encontraba, hacía lo posible por tenerlos. Planificaba fríamente cada uno de sus movimientos, actuando con determinación y astucia.

A sus veinte años, se mantenía con un sueldo accesible, en un pequeño departamento a las afueras de la ciudad. Le gustaba tener privacidad, así que escojer ese lugar para vivir fue la mejor opción.

Luego de que "la perra de su madre" -como le gustaba llamarle a la mujer que le dio la vida- lo dejara totalmente solo, había aprendido a valerse por sí mismo. Terminó la preparatoría hace un año y medio, y no estaba en sus planes entrar a la universidad aún, tan sólo esperaba todo lo que viniese a su vida.

Después de limpiar cada uno de sus frascos con un paño, los acomodó en el estante de hierro y apagó las luces del sótano. Subió a la primera planta para darse un baño y así comenzar un día de trabajo.

El agua tibia corría por su cuerpo pálido, mientras él se concentraba en lavar sus cabellos negros. Apagó la regadera y salió sintiendo de inmediato escalofríos debido al clima de mierda que había en esas épocas del año.

Se colocó sus boxers y aquellos pantalones viejos que le gustaba usar la mayor parte del tiempo. No le emocionaba la idea de lucir bien, no compraba ropa cada fin de semana y mucho menos mantenía su cabello bien peinado como muchos chicos de su edad. Ellos estudiaban, tenían jodidas buenas familias y jodidas vidas perfectas. Él en cambio, no necesitaba de eso.

Pero algo que le caracterizaba, era esa increíble atracción que causaba en las demás personas, y esa era la razón por la que siempre conseguía lo que quería.

Usaba como punto a favor su perforación en la ceja que claramente lucía bastante caliente, sus cabellos oscuros que colindaban perfectamente con el color de su piel, sus labios carnosos y sobre todo, sus brillantes ojos verdes que se robaban la atención de todos en cualquier lugar. Se sabía que tenía una obsesión en los ojos de los demás, pero eso no significaba que no la tuviera en los propios suyos.

Los amaba, y le gustaba observarlos siempre que podía. Cuando no se encontraba en el sótano admirando sus posesiones más preciadas, se encontraba frente al espejo contemplando su par de destellos verdes.

En aquel local de libros, él atendía a los clientes con la mejor expresión que podía, pues esa fue una de las condiciones de su jefe al darle el trabajo.

Era muy difícil ponerle buena cara a esos cabeza hueca que lo único que iban a comprar ahí, eran los libros que se ponían de moda. El chico sabía sobre la buena literatura, y odiaba que esas personas se tomaran a sí mismas como unos eruditos.

En ese momento leía la primera plana del periódico de esa mañana. Se decía que había sido encontrado el cadáver de una joven bailarina de una de las academias más importantes en la ciudad, Amanda Black. Michael sonrió burlón al recordar lo que pasó aquella noche.

Sucede que Amanda poseía unos hermosos ojos del color de la miel. La había visto hace apenas una semana mientras caminaba por la ciudad y la veía salir de su práctica de ballet. Comenzó a cortejarla hasta ganarse su confianza, pero como todos, cayó de la manera más fácil. Entonces la invitó a su casa y ahí, la asesinó para quedarse con sus ojos.

Como siempre, se deshizo de toda evidencia para quedar completamente libre de sospecha, pues era demasiado inteligente a la hora de matar.

Se podía decir que era famoso en la ciudad, como el asesino que se robaba los ojos de sus víctimas. Nadie sabía de él, pero al mismo tiempo todos lo conocían.

Despegó la vista de aquel diario cuando escuchó la campana de la puerta, que sonaba cada vez que alguien entraba al local.

Se trataba de un chico rubio de largas piernas y apariencia impecable.

Michael se dirigió de inmediato a examinar sus ojos, como lo hacía con cada persona que pasaba por allí.

Eran azules como el cielo, aunque con las diferentes luces del lugar llegaban a ser de un azúl cielo, a un nublado. Con un brillo único, uno que juraba se quedaría aún cuando no hubiese una sola iluminación a su alrededor, con luz propia, tal como la de las estrellas.

Eran de un tamaño perfecto, de apariencia preciosa. Sin mencionar que se veían como un par de diamantes en el rostro del muchacho.

Se había quedado tan deslumbrado, que no notó que el joven había hablado.

—¿Me estás escuchando?— le dijo el rubio.

—Sí, ah... disculpa— se rascó la ceja como señal de nerviosismo. —¿Qué necesitas?

El chico le tendió el libro que deseaba comprar, entonces Michael se dio un golpe mental por hacer aquella estúpida pregunta.

—$4.90— dijo mientras escribía un pequeño mensaje en un pedazo de papel que tenía planeado introducir dentro del libro.

El rubio puso el dinero sobre la mesa mientras esperaba a que Michael envolviera su compra.

En unos segundos más, le entregó su libro en una bolsa plástica con el logo de la tienda en él.

—Gracias— dijo con una pequeña sonrisa a lo que el chico del cabello oscuro asintió, observándolo directo a los ojos.

El rubio por su parte salió del local.

Se dirigió a su casa, que se encontraba tan solo a unas cuadras de aquella librería.

Se acababa de mudar y ese era su segundo día viviendo en la ciudad.

Saludó a su madre al llegar, corriendo a su habitación para así comenzar a leer aquel libro que tanto había deseado desde hace semanas. Se trataba de "Adulterio" una novela escrita por el famoso autor brasileño Paulo Coelho. Había sido una recomendación de su mejor amigo Calum.

Al pasar la pasta del libro, justo en la primera página de éste se encontraba un trozo de papel algo arrugado. Confundido, leyó aquella frase escrita al reverso:

"Me gustan tus ojos xx"

|E y e s| •Muke• Donde viven las historias. Descúbrelo ahora