Recuerdos lejanos

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El viento soplaba con fuerza, llevando entre sus brazos las hojas víctimas del otoño. El invierno anunciaba su entrada impregnando el ambiente con un creciente frío. Los días se hacían más cortos, las noches más largas y los atardeceres no eran tan espectaculares como solían serlo en verano. La noche se cernía en el horizonte, y los tonos rojizos y naranjas eran aplastados por un embriagador color azul casi morado. Poco a poco disminuía la visión; las luces del pueblo se encendían una a una, lo mismo en las calles como en las ventanas en los hogares del pueblo de Butzow.


La silueta de Steve McPearson se dibujaba contra el horizonte mientras contemplaba estos acontecimientos desde lo alto de una de las colinas que rodeaban al pueblo, como un vigilante, celoso del equilibrio, cuidando el curso natural. Después de unos minutos de reflexión, realizando un gran esfuerzo, descendió por el Este. El frío se filtraba a través de la ropa y calaba sus huesos sin piedad. Bajó con mucho cuidado, despacio; su condición física ya no era lo que solía ser. El pasar de los años había cobrado su factura, sin embargo se sentía satisfecho, estaba seguro que era una de las pocas personas que a sus ochenta y cinco años podía subir y bajar una gran colina sin la necesidad de ayuda.


Llegó a un pequeño valle contiguo rodeado de pequeñas pendientes, con una desembocadura que llegaba hasta el pueblo. Se detuvo un instante, dejó las flores que llevaba en el suelo agitando el celofán, rompiendo el silencio del canto de los insectos. De la bolsa del pantalón extrajo una pequeña lámpara: irradiando un haz luminoso lo suficientemente potente para iluminar su camino. La luz parpadeó, golpeó la parte reflectante de la lámpara hasta lograr una continuidad en su haz.


Toda su vida adulta había esperado por este momento; tal vez no era el tipo de sueño como una aspiración personal o un deseo anhelante; lo atormentaba cada uno de sus días y noches sin descanso alguno. Una promesa, la única que hasta la fecha no había cumplido, con el pasar de los años adquirió fuerza convirtiéndose en una gran carga imposible de llevar a cuestas. Algunas veces despertaba en medio de la noche profiriendo alaridos como un desquiciado, bañado en sudor. En otras ocasiones los gritos se ahogaban en su garganta antes de conseguir emitir algún sonido, la habitación se hacía pequeña en una oscuridad eterna. Sus amigos, gracias a Dios, nunca lo habían visitado, tampoco ellos, ni ella; sobre todo ella... no lo resistiría. Simplemente sería demasiado. Su recuerdo era más nítido que cualquier otra cosa, que el desayuno por las mañanas o las ansias de fumar sentado en la terraza de su casa contemplando el paisaje.


Siguió la luz de la lámpara reflejada en un gran círculo sobre el pasto. La noche cayó y las estrellas tintineaban en el cielo. Una noche despejada con la luna iluminando débilmente el valle cubierto por el viento. Caminó rumbo al norte hasta llegar al pie de una colina donde iniciaba un vasto bosque lleno de árboles frondosos, arbustos, sombras y cantos de búhos y grillos. El viento arreciaba y aullaba, y las ramas de los árboles bailaban uniformemente al paso entre las hojas. Steve agitó la linterna en busca de algún indicio sobre el suelo: De izquierda a derecha, de abajo a arriba. A unos diez metros lo vislumbró, no del modo que esperaba, pero lo dedujo. Se acercó y pudo ver un enramado sendero, cubierto por el tiempo, abandonado, intransitado, subiendo por una de las colinas hasta internarse en el bosque. Se preguntó si no sería mejor regresar por la mañana cuando las sombras de la imaginación se hubieran desvanecido con la luz del día, no obstante era la fecha, marcada en el calendario; no estaba dispuesto a sufrir otro año de pesadillas, hoy cumpliría su promesa y viviría el resto de sus días en paz. Con un paso lento y cansado se incorporó a la senda suplicando por un poco de valor, apretando con fuerza el celofán de las flores.


El valle se fue perdiendo a sus espaldas dando paso a las lóbregas sombras del bosque. Las luces del pueblo se alejaron y la oscuridad avanzó lentamente. Un ruido detrás de unos matorrales hizo brincar a Steve, sintiendo en su pecho el final de sus días. El brazo izquierdo se tensó con fuerza, sintió el dolor recorriendo su cuerpo y la opresión en su pecho, cayó al suelo de rodillas olvidando la linterna que se desplazó rodando un par de metros. Sacó un frasco con pastillas de su chaqueta, contrariado lo destapó y se puso dos cápsulas bajo la lengua. Tumbado sobre el pasto esperó con la vista al cielo entre las copas de los árboles.


El dolor abandonó su cuerpo, su presión se normalizó. Cerró y abrió su mano varias veces a fin de medir sus fuerzas, una vez restablecido se incorporó tomando la lámpara y las flores, su mirada cambió recordando la promesa y lo cerca que estaba de cumplirla. Lleno de bríos avanzó hasta encontrar un letrero tirado en el piso; no tenía que leerlo, sabía lo que decía a pesar de haberlo visto por última vez hacía más de sesenta años. Se estremeció al recordar lo que encontraría al final del sendero un poco más adelante.


Casi alcanzaba la punta de la colina cuando llegó a su destino. Paseó la luz de la lámpara: primero por la puerta principal colgando por las bisagras, los cristales aún se mantenían en las ventanas, la madera parecía haber sido lijada perdiendo su esplendor por las inclemencias del tiempo. La mansión se erguía como un gigante sentado sobre la colina vigilando el pueblo. Por el día era difícil verla por los tablones llenos de humedad y sin color, se confundían con los árboles del bosque, sin embargo no siempre fue de esa manera. En otra época el color blanco de sus paredes y el rojo de los marcos en las ventanas fueron claramente visibles desde el pie de la colina y las afueras del pueblo en los días soleados. Ahora solo era un montón de ruinas, como una gran mansión embrujada, sacada de los cuentos, envidiando las luces del pueblo, envidiando la pintura, envidiando sus puertas bien aceitadas, sus ventanas abiertas por las mañanas, pero sobretodo las familias que habitaban dentro de las casas en el pueblo, a la vida custodiada dentro de ellas: las risas, los cariños, los momentos felices, fechas importantes; envidiando todo lo que ya no podría albergar desde aquel día, el día en que el tiempo se detuvo ahí para siempre.


Los peldaños de la escalera del porche crujieron con cada paso de Steve. Con precaución se aseguraba de que resistirían su peso. La luz de la linterna alumbró la fachada salpicada de impactos de armas. Lentamente avanzó hacia el umbral de la puerta. Con las manos bañadas en sudor, el acelerado ritmo respiratorio, el dolor creciente en el pecho y un escalofrío recorriendo la espalda dorsal pronunció con valor inusitado:


—He venido a cumplir mi promesa.


La mansión no respondió, inmutable ante su presencia como si aún no lo reconociera. Esperó. Sabía que habría respuesta, no lo dudó ni por un instante, solo era cuestión de tiempo. Un sonido hueco, débil como el tronido de una tabla, escapó de las tinieblas más profundas de la mansión. Steve cerró los ojos tratando de recuperar el ritmo de su respiración. No era un novato en estas situaciones, sin embargo nunca se es lo suficientemente experimentado para permanecer tranquilo. Dio media vuelta, sacando un paquete de cigarrillos y por un momento le dio la espalda a la mansión, tomó tres cigarrillos, los aventó uno a uno en una hilera sobre el porche. Sacó uno más encendiéndolo; hacía décadas había vencido la tentación del tabaco, sin embargo, ésta era una ocasión especial, aspiró una gran bocanada de humo y entró en la casa.


Las sombras huyeron ante la presencia de Steve mostrando la vieja escalera que guiaba al primer piso. Pasó de largo y abrió la puerta de la despensa justo debajo de la escalera. Sacó un cigarrillo más y ahí lo dejó junto a la trampilla; por nada del mundo volvería a bajar al sótano, no podría, no lo resistiría ni por un minuto. Salió de la despensa y una corriente de aire atravesó la indefensa puerta principal sin resistencia, el polvo acumulado a lo largo de los años se elevó a centímetros del suelo como en una pequeña niebla.


Dio un pequeño vistazo alrededor, los recuerdos llegaron como finas y punzantes agujas. Los objetos en el suelo apenas visibles: cuadros partidos por los marcos, floreros divididos en miriadas de fragmentos esparcidos por todo el lugar, pequeños manteles desgarrados, adornos creando paradójicamente el caos en vez de propiciar armonía. La oscuridad reptaba en cada habitación de la mansión huyendo de los destellos de la luna, intrusa indeseable. En sí nada había cambiado, la muerte aún se respiraba en el ambiente, la pesadez continuaba siendo la misma de hacía años, no obstante se cerraría el círculo, después de tantos años el evento encontraría su fin y la mansión podría descansar en paz. Quizá la gente del pueblo podría acercarse aunque sólo fueran jóvenes realizando actos de vandalismo. Steve conocía perfectamente la ubicación de la vieja mansión, pero quería saber si aún permanecía de pie en lo alto de la colina cuando preguntó por ella en el pueblo. No se sorprendió cuando le dijeron que no sabían de qué les hablaba.


—¿En aquella colina del bosque? No, señor, se equivoca. No hay nada que ver— dijo una de las personas en la taberna cuando la cuestionó.


—¿Una mansión? Sólo un gran y peligroso bosque para los forasteros, nada más—, dijo otro al escuchar a Steve repetir la pregunta.


No los culpaba, no sabían quién era ni qué había venido a hacer. Los forasteros no comprendían el verdadero significado de las cosas, empujados por el morbo, no sabían lo que era vivirlo día tras día, lo mejor era no acercarse; sin embargo, Steve sí las conocía, comprendía lo que significaban, las conocía mejor que la mayoría de la gente del pueblo, así que no se sorprendió al escuchar las negativas.


Llegó a la conclusión de que si la gente del pueblo fingía que no existía, nadie se acercaría a ella, en parte porque era el recordatorio del viejo pueblo de Butzow y todo lo que esto significaba, y en parte porque corrían los rumores: decían que estaba embrujada. Ni los niños, ni los jóvenes audaces, tampoco los vagos, ni ningún otro ser humano se acercaba a ella. Representaba lo que alguna vez sucedió y nunca debió suceder. Para el pueblo de Butzow representaba una profunda herida, una gran estela de dolor dejada por la locura de un hombre con ansias de poder, de una guerra que no había aprendido nada de su antecesora unos años atrás. Era cierto: los extranjeros no lo comprendían o por lo menos la mayoría.


El celofán de las flores crepitó como el fuego al quedar aplastado entre la mano de Steve y el barandal de la escalera. Subió lentamente, acompañado por el incesante crujir de los escalones. El último escalón asemejaba la lejana línea del horizonte que paso a paso se iba develando. Frente a él vio un pequeño pasillo, a su izquierda una pequeña estancia con tres puertas, una de ellas, se encontraba completamente abierta dejando ver una cama cubierta por una gran capa de color grisáceo. Steve olvidó todo lo demás y se dirigió directamente hacia la puerta de la orilla, a la habitación contigua. Sus pasos retumbaban a lo largo del salón, rebotando en cada muro con un eco sordo. Se detuvo al llegar a la puerta, no con temor sino con un movimiento solemne. Vaciló un instante, creyó escuchar un ruido dentro de la habitación. Pensó que en las casas viejas los muebles suelen tronar de vez en cuando debido a la temperatura. Abrió la puerta con un angustioso y lento chillido, recorrió la habitación por todos sus rincones.


La luz de la luna se reflejaba sobre el piso en un enorme rectángulo. Oculta a la luz, una cómoda descansaba, con el espejo hecho añicos, en un rincón. En las paredes colgaban algunos cuadros, sobre el piso frente al ropero, un retrato. Steve se acercó, lo recogió, y comenzó a quitar los pedazos de cristal adheridos al marco. Al hacer un movimiento brusco sintió un dolor agudo en la punta del dedo; no le dio la menor importancia.


La foto era de una familia que posaba sobre el sillón de la sala, en un tiempo en que la mansión debió de ser hermosa: En ella sonreía el señor Völler, orgulloso de su familia; junto a él una mujer de rostro impecable y hermoso sonriendo provocativamente; en segundo plano sus hijos, una muchacha de finas facciones y labios sensuales, vestida con un conjunto blanco y terminaciones en olanes rosas, con un cabello rojo como el fuego; a su lado, un niño que acaso alcanzaría los diez años de edad. La fotografía había captado la esencia del momento y la armonía reinante en el hogar.


Una gota de sangre escurrió del dedo de Steve precipitándose al vacío, sacándolo del trance. Dejó la fotografía sobre la cama dirigiéndose hacia la cómoda. Al pasar frente a la ventana apagó su lámpara. La luz era suficiente y sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra. Sobre la cómoda, un alhajero volteado, una botella de perfume y una caja musical. Se preguntó si aún funcionaría a pesar del paso de los años, aterrándose sólo con la idea. Tomó la caja musical levantándola a la altura de sus ojos y simplemente la contempló un rato.


—Perdón por la tardanza —dijo levantando las flores—, aquí te traje un ramo, no sabía cuáles eran las que te gustaban, pero creo que las rosas le gustan a todo mundo. Bueno sólo quiero que sepas que regresé tal y como te lo prometí. Ahora puedes descansar en paz.


Dejó la caja musical sobre la cómoda y el ramo de rosas encima de ésta.


Steve se sintió libre, tan libre como nunca lo había sido en su vida. La mansión dejó de ser un lugar tenebroso para convertirse en una casa abandonada. Salió de la habitación, cruzó la estancia y bajó por las escaleras. Al pie distinguió la enorme mancha de sangre y las salpicaduras en el suelo, el muro y parte del escalón, e incluso embarrada hasta la puerta de la cocina. La melancolía lo invadió, una lágrima escapó de su ojo, a pesar de tratar de mantener la compostura. Sacó un par de cigarrillos, puso uno sobre la mancha y encendió otro.


—No les digas nada o se pondrán celosos— murmuró en voz baja.


Dejó la mansión atrás, cruzo por última vez el sendero y bajó por la colina alejándose hacia el pueblo de Butzow. Cerca de media noche entró al pub que se encontraba justo debajo de la habitación donde se hospedaba. Se acomodó en uno de los bancos de la barra y pidió una Erdinger Dunkel. La malta bajó por su garganta refrescándolo, dejando un sabor chocolatoso, a barrica. Dejó la cerveza en la barra de un golpe mientras se formaba una abundante espuma dentro de la botella. Vio su reflejo en el cristal, las arrugas de su rostro desaparecieron y sus ojos recobraron el brillo característico de la juventud. Era la imagen del joven que fue durante la primera mitad de la década de los cuarenta. Los recuerdos de su juventud aparecieron de pronto asaltando su mente sin previo aviso: era el joven Steve McPearson.


 


Steve nació en Albera, un pueblo pequeño al suroeste de Yorshkire, Estados Unidos. La familia de Steve emigró de una ciudad llamada New Hampton cerca del rio Rainfall. Algunos familiares se asentaron en otras ciudades o condados como Hope Wish y Tombsold, pero el abuelo de Steve, Mike McPearson decidió que Albera sería el pueblo en el que echaría raíces y haría fortuna. El pueblo tuvo un gran auge gracias a la industria de la extracción, por la cantidad de minerales que almacenaba en el subsuelo. Los McPearson prosperaron y el abuelo de Steve pronto se hizo de varios bienes: Una finca al este y varias hectáreas al norte. Mike tuvo tres hijos, dos varones y una pequeña niña que desde sus primeros días dio señales de poseer un delicado estado de salud que con el tiempo empeoró hasta llevarla a la tumba varios años después. Fue un golpe doloroso para los abuelos de Steve que perdieron la voluntad de vivir. Mike murió cinco años después en la misma fecha, una verdadera coincidencia, una muestra de mal sentido del humor del destino. Su abuela se limitaba a decir que los McPearson tenían sobre ellos una gran maldición y que era hora de pagar.


Sus hijos Bernard y Charles se encargaron de los negocios familiares, no obstante no pudieron recuperar el esplendor de años pasados. Bernard fue a probar fortuna al pueblo de Tombsold, tal vez algún familiar piadoso le extendería la mano. Por su parte Charles mantuvo el negocio como pudo, mientras hacía malabares para seguir sus estudios en el colegio Easthill, donde conoció a Noelia Graham, la madre de Steve. Se casaron al año con una pequeña ceremonia en la cual faltó la familia de la novia, que no aceptaba la relación y mucho menos el enlace matrimonial.


El matrimonio McPearson vivió en la finca del padre de Charles. La relación entre suegra y nuera se tornó ríspida al principio, pero con la llegada de Steve, la situación cambió llenando la casa de armonía. La abuela de Steve murió cuando éste tenía diez años, víctima de enfisema pulmonar. Después de todo, durante treinta años había fumado más de lo que la mitad del pueblo en un siglo.


Steve creció como un niño normal rodeado de la terrible escuela, el extraño amor de sus padres demostrado con regaños y sábados de obligatorio catecismo. Nunca conoció a sus abuelos maternos. De su familia paterna no conoció gran cosa, y lo que respecta a su tío Bernard, lo vio el día del entierro de su abuela.


Todo fue un desastre. En Tombsold, Bernard consiguió un trabajo en una fábrica de botas y al enterarse de la muerte de su madre, regresó a Albera con la esperanza de repartirse algo de su herencia. La sorpresa fue demasiado grande al enterarse del heredero universal de los McPearson: Su sobrino Steve. Un niño que ni siquiera conocía y jamás se prestó el tiempo para hacerlo. Bernard discutió con Charles en forma acalorada. Evidentemente de las palabras pasaron a los empujones y poco después a los puñetazos, en una pelea que tuvo que ser detenida por la policía. El tío de Steve regresó a Tombsold tres días después de haber cumplido con su arresto, escoltado por el alguacil. Charles salió del hospital al día siguiente con una gran sonrisa en la cara, producto no de la alegría, sino de la hinchazón en el lado izquierdo de su rostro.


Steve siempre tuvo afinidad para los deportes como el atletismo y el béisbol, llegando a ocupar un puesto titular en ambas disciplinas, pero al entrar de lleno en la adolescencia todo cambió. Desechó todo por la música y una chica: Loretta Frienz. La ilusión de una vida cubierta de rosa tan sólo le duró un año, antes de que Howard Gallager, el golpeador por excelencia del colegio, estrellara su delicado puño contra el áspero rostro de Steve; acompañado de la advertencia de no volver a ver a Loretta. Steve sólo pudo captar la mitad del mensaje, antes de caer de espaldas, inconsciente como una tabla, contra el suelo, sin embargo, no necesitó escuchar la otra mitad: La captó de inmediato. Al mismo tiempo una nación en Europa, dio inicio a la Segunda Guerra Mundial ocupando Polonia. Sin embargo la guerra se libraba lo suficientemente lejos de Steve y su país como para preocuparse.


Tiempo después el padre de Steve consiguió un empleo en una gran compañía de transporte y las cosas mejoraron, ascendió rápidamente, situación que le permitió hacerse de un par de automóviles del año. Steve cumplió la mayoría de edad y uno de los vehículos terminó en sus manos, lo que lo hizo popular entre sus amigos, quienes seguido lo sonsacaban a dar un paseo, para llevarlos a fiestas y rondar por la fuente de sodas. La situación de su familia le permitía permanecer desempleado, manteniendo un buen nivel de vida.


Cierto día Steve aparcó su automóvil frente a la fuente de sodas, acompañado de tres de sus más fieles amigos. Ordenó un par de hamburguesas, un hot-dog "superespecial" y tres malteadas. Dentro del vehículo platicaban sobre sus vidas y planes a futuro, por supuesto la plática estaba repleta de sueños difíciles de alcanzar, en una etapa donde los jóvenes se sienten los reyes del mundo, pero con una gran hamburguesa grasienta y un malteadas en la mano, sólo parecía cuestión de estirar los brazos y aferrarse a ellos para conseguirlos.


Las risas salían por la ventanilla del automóvil como notas musicales, hasta que en una de las carcajadas la vista de Steve quedó fija en algún punto dentro de la fuente de sodas. A través del parabrisas, a través del enorme y grueso vidrio del aparador, vio a Loretta junto a la barra, más radiante que nunca, incluso más que el día de su boda, unos meses antes, donde había contraído nupcias con Howard.


Aquella vez, al escuchar la noticia de la boda, sintió que el mundo caía sobre sus espaldas, una gran opresión en el pecho le hizo sentarse, la aparente falta de oxígeno, cuando la habitación pareció reducirse al tamaño de una canica, le obligó a correr al baño, donde vomitó sin cesar con la llegada de las náuseas. Fuera de ese episodio, tomó la noticia con mucha madurez, su noviazgo con Loretta había terminado hacía mucho tiempo, no obstante el recuerdo permanecía fresco. No pudo resistir la tentación de ver la boda con sus propios ojos, tan sólo para creerlo. Rentó un smoking de segunda mano y se presentó en la iglesia, fue ahí donde guardó el recuerdo de la imagen de Loretta: Hermosa, radiante, ojos color miel, cabello castaño, labios rojos, bella, una musa capaz de inspirar a los más grandes artistas y genios de la historia. Esa fue la última vez que la vio: hasta ese día en la fuente de sodas.


Sin perder tiempo buscó al mastodonte de Howard, junto a ella, en la barra, en las mesas, en la puerta, buscó hasta en el techo, en las afueras: Ninguna señal de la bestia. Dejando a sus amigos con la palabra en la boca y los sueños en el toldo, bajó del coche. Sin saber exactamente lo que hacía o haría (no había tiempo para planes), tocó su cabello tratando de arreglarlo, sacudió las migajas de su ropa, verificó su aliento y caminó hacia la puerta de la fuente de sodas, esquivando a una de las meseras que iba sobre patines cargando una gran charola.


Justo antes de llegar a la puerta principal, se abrió la del baño y su intento se vino abajo tan rápido que no pudo reaccionar o entender bien lo que sucedía. No cabía duda, era La bestia, el imbécil de Howard. Steve detuvo su paso a tres pies de la entrada congelado por completo, limitándose a observar. Howard se acercó por un lado a Loretta y susurró unas palabras en su oído. La expresión de Loretta, tan fresca, cambió por una de disgusto fingiendo no escuchar las palabras con un aire de desdén. Howard esperó pacientemente una respuesta. Hizo otro comentario, el rostro de Loretta palideció, pero rápidamente recupero el color en sus mejillas.


Aunque la puerta se encontraba cerrada y el vidrio del aparador tenía cerca de una pulgada de grosor, Steve pudo escuchar claramente el florido lenguaje de Loretta. Ahora fue el turno de Howard de palidecer, tomó con fuerza el brazo de Loretta y en un arrebato de furia la bajó del banco de un jalón. La gente de la barra dejó de comer y los empleados de trabajar, las meseras dejaron de atender a los clientes, y éstos quedaron atónitos ante el espectáculo. La sangre en el cuerpo de Steve hirvió. ¿Cómo se atrevía ese mequetrefe a tratar a una mujer así? ¿Cómo se atrevía a tratar a Loretta así? Era su esposo, no obstante eso no le daba ningún derecho. Una violenta sacudida calmó los ánimos de Loretta; encendiendo los de Steve. Entró en la fuente de sodas con paso decidido y azotando la puerta, y antes de tomar consciencia de lo que sucedía, Steve y los cinco amigos de "doña Mano" aplastaron la nariz de un sorprendido Howard, que trastabilló un par de pasos hacia atrás para no caer. Loretta dio un grito, cuando Howard la utilizó para recuperar el equilibrio.


Un instante después un puño de gran tamaño y con una fuerza devastadora se incrustó en el estómago de Steve. Gracias a la descarga de adrenalina no cayó completamente y pudo soportar el golpe tan sólo agachándose. Lo que no pudo resistir fue el segundo golpe en la mandíbula, un golpe seco acompañado del crujir de sus huesos. Seguramente Steve hubiera encontrado su fin en la fuente de sodas de no ser por la oportuna intervención de sus amigos, que se abalanzaron sobre La bestia sin piedad. Loretta se acercó a Steve preguntándole sobre su estado, poniendo el brazo sobre su hombro. En tanto, uno de los amigos de Steve voló por encima de una de las mesas quedando fuera de combate al instante. Steve se levantó apartando a Loretta con delicadeza, tomando un servilletero de metal con la mano y sintiendo un punzante dolor en la mejilla. Howard ya había dejado fuera de combate a otro de sus amigos y ahora se ensañaba en hacerle una reconstrucción facial al último de ellos. El servilletero se dobló al estrellarse en la cabeza de La bestia, que se tambaleó por unos instantes, Steve repitió la dosis sorprendido, esta vez en el rostro. Howard cayó y la pelea terminó. Steve se acercó a uno de sus amigos, que sangraba profusamente del rostro, le ayudó a incorporarse y recogió a los otros dos inconscientes, cargándolos como sendos fardos bajo sus brazos. Al salir de la fuente de sodas miró el rostro de la doncella que lo seguía con la mirada y advirtió un brillo de agradecimiento. Los comparsas subieron al automóvil y huyeron como alma que lleva el diablo.


3


A la mañana siguiente los golpes dolían un poco más que al acostarse. Steve se dio un buen baño caliente, masajeando su mejilla. La cara punzaba con fuerza al contacto con el agua hirviendo, sin embargo el muchacho sonreía satisfecho. Sólo pensaba en la mirada de Loretta al salir de la fuente de sodas después de la gran trifulca. Su madre lo cuestionó sobre la hinchazón en su rostro, Steve inventó un juego de fútbol la noche anterior, en compañía de algunos amigos, y un desafortunado golpe. Con beneplácito, su madre aprobó el retorno de su hijo por el sendero del deporte, consintiéndolo con un gran desayuno de huevos con tocino.


El padre de Steve, Charles, viajaba por todo el estado supervisando los equipos de transporte, por lo que casi nunca se encontraba en casa. Entonces Steve lo echaba de menos, lo mismo que las risas por la mañana y las amenas pláticas, aunque regularmente terminaran en discusiones. Cuando su padre estaba en casa, hablaban sobre el futuro, el pueblo de Albera y sus habitantes, la comida, el clima, sobre las actividades que harían juntos, todo esto acompañado de un poco de consejos paternales. Steve terminó de rebañar su pan y se despidió de su madre, con un gran beso que tronó en su mejilla, tomó las llaves del auto dispuesto a dar un reparador paseo matutino por el parque Eastway.


Al salir por la puerta, la garganta se le secó por completo, la sonrisa idiota tatuada en su rostro desapareció, los ojos amenazaron saltar de sus órbitas, quiso gritar pero sólo emitió un gemido ahogado. Sus piernas temblaron, mientras se recargaba en el marco de la puerta para no caer. Simplemente, no podía dar crédito a la imagen. El automóvil de su padre estaba cubierto por una pintura amarilla, salpicado por todos lados; y junto a la llanta, en el suelo, una lata. A su cerebro llegó la premonición sobre su muerte a manos de su padre; lo culparía, lo juzgaría, lo sentenciaría y lo ejecutaría, aunque no necesariamente en ese orden. Cruzó el césped del jardín con las manos extendidas, como un padre correría para abrazar a su hijo víctima de una extraña enfermedad mortal. Alzó las manos al cielo implorando por una respuesta, que le aconsejara qué hacer en una situación así. Jaló con fuerza sus cabellos desesperado. Se dirigió al frente y después a la parte trasera, una vez más al frente, parte trasera, frente, parte trasera. La pintura se había filtrado por cada rincón llenando los espacios, salpicado cada ventana, y por lo visto había llegado para quedarse. Steve suspiró resignado. Condenado.


Se inclinó tomando la lata. Había un sobre. Lo abrió en busca de respuestas, su cerebro trabajó más rápido de lo acostumbrado, y antes de terminar de abrir la carta, sabía de quién se trataba. Tal y como lo esperaba: Era una venganza y un reto lanzado al aire. Howard se disculpaba por no haberlos atendido de una forma más "efusiva" en la fuente de sodas. Le proponía una forma más civilizada, si así podía llamársele, de limar asperezas de una vez por todas con una carrera en el camino 34. No tendría que preocuparse por las invitaciones y los preparativos, Howard lo haría, sólo tenía que presentarse y correr. La cita marcaba las once de la noche, ese mismo día, a la altura del viejo granero. Rompió la carta en mil pedazos, lleno de furia. Subió al automóvil, activó los limpiaparabrisas para borrar la gran pantalla amarilla, logrando sólo esparcir más la pintura, embarrándolo todo en una triste imagen distorsionada.


—Mier-da.


Aparcó el automóvil en la entrada de la casa de Roger, el amigo del tratamiento facial. Juntos, maldijeron a Howard mientras lavaban el vehículo, rieron fuertemente al recordar la noche anterior y pusieron el rostro serio cuando el dolor les dificultó sonreír un poco más. Comieron en un restaurante del centro, la tensión aumentaba a cada minuto transcurrido. Lo que fue una entrada entre risas, terminó en una salida cabizbaja. Era un hecho que Steve aceptaría el reto, un adolescente confiando en su pericia tras el volante. En cierta ocasión, la aguja del velocímetro había llegado al tope, sobre el camino Westdown, en compañía de una chica que conoció en una fiesta. Steve y su amigo decidieron ir a dar un vistazo al camino, ninguna precaución sobraba. Tenía el ancho suficiente para dos vehículos: uno de ida y otro de regreso, curvas sorpresivas y rectas cortas, recorrieron tres kilómetros. Detuvieron su inspección para descansar y admirar, aterrados, lo profundo del acantilado a su izquierda. Una caída de treinta metros restringida por una pequeña barda de protección de madera, que no serviría de mucho ante un impacto directo a alta velocidad. Steve apartó esos malos augurios de su cabeza, convenciéndose de que todo estaría bien, de que él estaría bien. Con algún tiempo de sobra, regresaron a casa donde tuvieron una conversación clásica de jóvenes: Mujeres, autos, pechos plenos, música, meneos de cadera, libros, largas piernas, anécdotas y sexo.


Cerca de la hora las manos de Steve sudaban lo suficiente como para considerar un riesgo probable perder el control de volante. Al llegar al lugar de la cita su espalda estaba adherida al asiento, a pesar de ser una noche fría. El lugar estaba completamente lleno de personas, que rieron al ver su automóvil. Por más que había tallado el auto hasta el cansancio, tenía un extraño y cómico tono amarillento. Roger tratando de dar ánimos a su amigo, palmeó su espalda, de lo que se arrepintió un instante después al sentir su sudor.


El modelo de Howard era anterior al de Steve, que sintió una ligera ventaja, tragó saliva y se acercó lo suficiente como para ser alcanzado por uno de los destructores puños de La bestia. Las burlas no se hicieron esperar sobre el color amarillento del carro, sobre necesitar la ayuda de sus amigos no para pelear sino para salir huyendo con la cola entre las patas, corriendo como ratas asustadas. Howard le recordó cómo se había quedado con Loretta años atrás, como la hizo su esposa y la presentó refiriéndola en la cama como toda una mujer. Luego le criticó por su desagradable imagen, su gusto por la moda, pero sobre todo la pésima elección de pintura automotriz.


La sangre de Steve hervía con rencor creciente. Entre las risas de la multitud y la humillación, Howard lo llamó perdedor y se comparó con él, mofándose de que Steve aún compartiera el mismo techo que sus padres. La sangre de Steve explotó en sus ojos, llenos de odio, con una mirada completamente distinta.


—Ayer no tenías la misma expresión de imbécil cuando caíste al suelo como el gran cerdo que eres, ahora se ve más estúpida si cabe.


Fue un comentario acertado. La gente calló y la sonrisa desapareció del rostro de Howard.


—Si estás tan seguro de tu supremacía, ¿por qué no apostamos los autos? El mío no tiene un color agradable, sólo tendrías que pintarlo. En cambio, yo tendría que pagar para deshacerme de él en el depósito de chatarra. ¿O acaso tienes miedo de un niño de mamá?


La bestia cambió de colores como lo haría un semáforo que se congela en el alto. Los gritos de admiración y algunas risas se escucharon entre la multitud. La reputación de Howard fue puesta a prueba. Se vio acorralado por un rival que había subestimado. Tenía que decir algo rápido, lo suficientemente poderoso para hacer palidecer a Steve y salvar su reputación.


—Bien, acepto el reto, sin embargo, me gustaría añadir algo a la apuesta. No lo sé, déjame pensarlo, ¿Qué tal una noche con Loretta? —y mostró una sonrisa maliciosa.


La sorpresa se vio reflejada tanto en el rostro de Steve como en la de la concurrencia. Los murmullos cesaron, los alientos se contuvieron, sólo pudo asentir con la cabeza, mentalmente impactado. Howard había logrado salvar su reputación, nadie lo podía negar. Todo fue arreglado y se prepararon los automóviles. La tensión se apoderó de Steve, que se preguntaba por qué había cometido la tontería de apostar el auto de su padre. Ya de por sí, sufriría un castigo ejemplar por lo de la pintura, estaba completamente seguro de que su castigo se recordaría durante generaciones en Albera, pero ¿por qué había aceptado la apuesta de Howard? No era que no deseara a Loretta, pero hay de modos a modos de conseguir las cosas, el fin no justificaba los medios. Se rebajó al nivel de La bestia, tratando a Loretta como mercancía, un bien intercambiable, sin opinión, sin decisión; seguro que ella lo odiaría el resto de sus días. Una vez en el asiento del conductor pensó en que el asunto no podía ponerse peor, a menos que por azares del destino su padre regresara caminando por la carretera, por el camino 34, y resultara atropellado al salir los vehículos de la curva como bólidos, en una auténtica tragedia griega moderna; ese era un panorama más aterrador. Eso estaba dentro del terreno del "podría ser que...", aunque si creía en algo de ese estilo, también "podría ser que" Howard se arrepintiera en el último momento, cayendo a sus pies, suplicando, llorando como una niña, pidiéndole perdón enfrente de todos, temeroso de conducir contra Steve, reconociéndolo superior, agitando en una mano el acta de matrimonio y jurando borrar su nombre de la línea punteada para poner el suyo; dejándole el camino libre, alejándose como un proscrito. Un golpe en la ventanilla lo sacó de su cuento de hadas, trayéndolo nuevamente a la realidad. Loretta lo miraba desde el lado opuesto del cristal. Un poco torpe por los nervios, bajo la ventanilla girando la manivela de la puerta: Un puño entró directamente golpeando el rostro de Steve.


—Eres un cerdo, un verdadero idiota, ¿acaso crees que puedes tratarme como algún tipo de objeto intercambiable?


Otro puñetazo, esta vez en el ojo.


Loretta le dio la espalda y se alejó con paso firme. Los golpes en el rostro no le dolieron tanto como las palabras en su corazón; ella tenía toda la razón. Quiso salir a perseguirla, quiso decirle que todo era una equivocación, quiso explicarle una cuestión entre hombres, quiso decirle que aunque ganara jamás reclamaría un premio como ese, quiso decirle tanto... pero no pudo. Roger se acercó para informarle los pormenores de la carrera: Acabaría siete kilómetros adelante, cuatro más de los que recorrieron por la tarde, en la meta estarían esperándolo los padrinos, en su caso: Roger y un amigo de Howard, para dar fe de quien llegaba en primer lugar. Los padrinos partieron y diez minutos después los autos se dirigieron a la línea de salida.


Los motores rugían con fuerza, desarrollando un poder que sólo esperaba ser liberado. El pie de Steve temblaba, la primera velocidad estaba puesta y con el embrague al fondo. Howard miraba de reojo a Steve y al camino, vuelta a Steve y de nuevo al camino.


Una muchacha joven, no mayor de diecisiete años, se paró entre los vehículos sosteniendo un pañuelo en lo alto. Cayó desde arriba, lentamente, hasta tocar el suelo. Las máquinas de ambos automóviles rugieron, las llantas chirriaron.


Howard arrancó un instante antes poniéndose en la delantera desde el principio. Los alaridos de la gente se ahogaron entre los cambios de marcha, entraron en la primera curva, desapareciendo de la vista de los espectadores. Steve solo podía ver las luces traseras del auto de Howard, con trabajo seguía el paso a una velocidad vertiginosa. Trató de rebasarlo en varias ocasiones, el tránsito en contra flujo se lo impedía. Por la velocidad el auto se ladeaba peligrosamente en las curvas, le costaba mucho trabajo mantenerlo bajo control.


Al salir de una de las curvas vio su oportunidad. Apretó el acelerador a fondo confiando en la potencia de su motor, Howard le cerró el camino, intentó atacar por el lado opuesto, nuevamente sin éxito.


Durante los primeros cinco kilómetros Steve trató de rebasarlo sin lograrlo hasta que Howard pareció perder el control en uno de los cierres del camino. Steve aprovechó ese momento para adelantarlo gracias al carburador más grande de su automóvil. Howard recuperó el control asediándolo de la misma manera.


A un kilómetro de la meta, saliendo de la curva, una gran recta apareció frente a sus ojos; a Steve el sudor no lo dejaba ver bien, estaba casi seguro que al final se dibujaba una pequeña torsión hacia la derecha. Una luz lo deslumbró por completo, por el retrovisor, las luces de los faros, le advirtieron que el vehículo de Howard se encontraba casi a la par.


Otro par de luces apareció en el horizonte por la izquierda, casi de frente a ellos. Podría ser otro camino pegado a la 34 o un cambio brusco en la carretera. Volvió a revisar la torsión en el camino, indicaba la derecha. Las luces se acercaban peligrosamente y los autos se mantenían ocupando ambos carriles, uno junto al otro en una lucha sin cuartel, de pronto, el auto de Howard lo impactó de costado en un intento por sacarlo de la carretera. Enardecido por la sucia táctica, Steve, devolvió la embestida adelantándose un poco.


El siguiente instante lo persiguió hasta el día de su muerte: en un principio pensó que Howard trataba de jugarle sucio, tratando de sacarlo del camino. Steve lo mantuvo en el carril de contra flujo; cuando cayó en cuenta de que las luces al frente no venían sobre otro camino sino sobre la 34, pero ya era demasiado tarde. Existía una pequeña bifurcación dividiendo momentáneamente los carriles, una arboleda en medio del camino. Esa era la razón por la que el tránsito en su sentido giraba a la derecha y el contra flujo hacia la izquierda. Fue la razón por la que el vehículo de enfrente no seguía el trazado del camino. Steve no dejó de apretar el acelerador, quiso detenerse, el coche de Howard le dio otra embestida ganando unos cuantos centímetros. Cuando parecía que Howard pasaría a mejor vida junto al tripulante del otro automóvil, pasó algo sorprendente: Por un momento los tres automóviles cupieron en el camino, Steve con un par de llantas fuera del camino, el otro conductor tratando de esquivarlos, a centímetros de la barda de contención y el auto de Howard en medio: la había librado de milagro. El conductor del contraflujo hizo sonar su claxon cuando pasaba junto a ellos, con gran desesperación. Al terminar de tocarlo, Howard estaba muerto.


Preocupado por el impacto de frente, calculó el momento exacto embistiendo a Steve mientras ganaba un metro, así pudieron pasar los tres automóviles; lo que no contempló fue la bifurcación y su arboleda. Un instante después el volante y la columna de dirección se le enterraron en el estómago, justo antes de salir disparado por el parabrisas, y deshacerse el cráneo contra el árbol al que acababa de golpear. La punta del auto golpeó el árbol por el centro, el metal y los fierros se retorcieron abrazándolo y deteniendo su marcha en seco, con un sonido chirriante. El impacto había sido a tal velocidad, que antes de cruzar el parabrisas, éste ya se había estrellado. Steve detuvo su vehículo al presenciar el accidente por su retrovisor. Lo dejó a la mitad del camino, aún en marcha y con las luces encendidas, y corrió hasta el cuerpo de Howard o lo que quedaba de él. Lo encontró tendido a unos cuantos metros, inerte. Con la mitad del cráneo reventado, con las piernas, costillas y brazos rotos, con la columna destrozada y doblado completamente hacia atrás, en una visión espantosa. Steve cayó de rodillas al suelo sin dar crédito a lo ocurrido, sentía nauseas, un terrible dolor y una abatimiento en todo el cuerpo. El mundo comenzó a girar a su alrededor a una velocidad vertiginosa, provocándole el vómito, entre lágrimas, cabellos, huesos rotos y sangre.


4


Steve no pudo asistir al funeral de Howard por hallarse detenido en la estación de policía. El alguacil investigaba un homicidio imprudencial, sin embargo las pruebas no eran lo bastante sólidas para mantenerlo por más tiempo tras las rejas, a pesar de que la noche anterior a la muerte de Howard, se hubiera identificado a Steve como el agresor en la fuente de sodas. El abogado contratado por los padres logró que el juez fijara una fianza para sacar a Steve de la cárcel.


El padre suspendió sus viajes de negocios al enterarse de la situación. En casa, Steve, durante toda la noche, les relató a sus padres y al abogado los detalles de las últimas semanas, contestando una a una las preguntas que le formulaban. El abogado, sin ser pesimista, informó a don Charles McPearson que su hijo se encontraba en un gran aprieto: Había infringido muchas leyes, era objeto de una grave acusación que manejada de la manera correcta y bajo las circunstancias dadas, podría desembocar en una sentencia de varios años de cárcel. Otro detalle digno de mencionar, era que el Fiscal de Distrito probablemente se lanzaría al cuello de Steve sin piedad. Buscaba la alcaldía, y un caso como éste sería ideal en sus aspiraciones políticas, por la publicidad. Además las marcas en los carros, por las embestidas, podrían sugerir que quien embistió al auto de Howard, podría haber sido Steve, con la intensión de asesinarlo. La madre de Steve apretó el brazo de su esposo, a quien pareció de repente que los años y las arrugas se le duplicaban. Charles McPearson mantenía el temple, con los ojos fijos en el abogado, manteniendo estoicamente el control de cada uno de los músculos en su cuerpo, quijada rígida cual de piedra, y respiración profunda y tranquila. Fue una larga noche en la casa de los McPearson, preguntas de todo tipo, esclarecedoras, triviales, acusadoras, incontables y muchas tazas de café.


Por la mañana, la cabeza de Steve punzaba tan fuerte que sentía que en cualquier momento sus ojos saldrían disparados por la presión; eso era, presión, sus nervios hechos añicos de tanto imaginar el traje de la prisión, picando piedra, convirtiéndola en polvo. Tensión al no saber cómo se encontraba Loretta. ¿Qué pensaría de él? ¿Estaría resentida? ¿Lo culparía por lo sucedido? Debía estar sufriendo el luto por la pérdida de su esposo, y para ser sincero, ¿quién no lo estaría? Por algo contrajo nupcias con Howard. Seguro no era por interés, ni Howard ni su familia tenían dinero ni propiedades, no como las que tenía Steve, heredero de fincas y un poco de dinero en el banco, en acciones, una pequeña fortuna para alguien como él. Loretta debió amar a Howard, debió de ver a la persona detrás de los pectorales de acero, los puños de piedra, los brazos de roble y el cerebro de chorlito. Esa era la razón por la que amaba a Howard, por la que se casó con él, le dolía admitirlo, pero Steve lo sabía, lo supo desde el principio. Bajó por la ventana de su cuarto, sigilosamente, decidido a dar un largo paseo, tratando de olvidar sus pensamientos, en especial, los referentes a estar tras las rejas, sobre Loretta y sobre la muerte de Howard. Éste era el pensamiento que más lo atormentaba, no podía dejar de ver su cuerpo, tendido sobre el pasto, tampoco podía dejar de escuchar los gritos de Loretta al ver el cuerpo de su esposo tendido y contrahecho, en un charco de sangre.


Albera era un pueblo bastante pequeño y en estos lugares las noticias corren como pólvora, un pueblo lleno de jueces, condenando todo lo que llega a sus oídos. Podía sentir la mirada de la gente a donde quiera que fuera. Inquisitiva. Mordaz. Señalándolo con el dedo. Culpándolo de algo que no comprendían. Deseó desaparecer, a su mente sólo vino un pequeño sendero donde solía pasar las tardes con Loretta, en privacidad. No se le ocurrió un mejor lugar para alejarse de todos y de todo. Con las manos en los bolsillos arrastraba prácticamente los pies, alzando un poco de polvo a su paso, pateando cualquier piedra en el camino.


Antes de entrar al sendero se detuvo en una barbería. Al doblar la esquina, las noticias en la televisión parecían importantes. La segunda guerra mundial había sido la principal noticia por todo el país, sin embargo en un pueblo alejado como Albera, la gente no le dedicaba atención, mucho menos Steve. La propaganda inundaba la radio y la televisión, los medios impresos se encargaban de llenar de odio los corazones de la gente, odio con máscara de indignación. Se decía por todos lados que los alemanes eran la escoria del mundo; que se sentían superiores por el hecho de pertenecer a la raza aria; que atacaban sin piedad a sus vecinos europeos y por si fuera poco, que popularizaron el uso de los campos de exterminio, grandes salas de espera y tormento sin otro destino que el mismísimo infierno en vida hasta alcanzar la redención en la muerte. Las conversaciones estaban llenas de odio hacia los "boches" y muestras de nacionalismo. El país se sentía comprometido a salvar al mundo de todas estas atrocidades.


Y llegó el pretexto, un bombardeo calificado de "cobarde", pero... ¿Qué situación en la guerra, donde sólo prevalece el más fuerte por medio de la agresión, puede dejar de ser cobarde? El suceso ardió en los corazones de los ciudadanos que cegados completamente, apoyaron la incursión de su nación en tan terrible guerra.


Se necesitaban líderes fuertes, capaces de tomar las decisiones adecuadas sin titubear, se necesitaba trabajo extra, una verdadera carrera armamentista, se necesitaban patriotas, héroes armados de valor para viajar a un lugar más allá de los confines del océano, con la intención de asesinar a un puñado de hombres convertidos en animales por su ideología: Por creerse superiores.


Steve no compartía nada del odio que inundaba a su pueblo, sabía que los nombres y los discursos sólo disfrazaban las verdaderas intenciones de la gente que estaba en el poder: Adquirir más poder. Sabía que matar a un hombre en busca de la justicia era simplemente una mentira. Matar a unos para que otros vivan es la misma injusticia, no importan las razones o la religión. Creer que unos tienen más derechos que otros a vivir era exactamente lo que combatían, pero ahora se había convertido en su doctrina.


La guerra nunca ha tenido vencedores, aunque si vencer es cosa de obtener poder desplazando la vida humana a segundo término, puede ser que si los haya, pero solamente temporales, victorias temporales, privilegios temporales, poder temporal hasta ser cubierto por la tragedia, imperios consumidos por el odio de los países conquistados, ahogados en sangre, donde la violencia permanece después de terminadas las guerras, se filtra en el ámbito cotidiano, y los países y su población se tornan agresivos a la menor provocación, declarando la guerra a cuanta nación se les atraviesa. Ese es el destino de los países "vencedores" y para prueba sólo había que leer un poco de historia. Así lo entendía Steve, a quien le desagradaba por completo el tema de la guerra.


Steve estaba completamente convencido de que evitar la cárcel era su prioridad, sin embargo las cosas no iban del todo bien. El fiscal era más hábil de lo que su defensor había vaticinado: Un verdadero hijo de perra. La defensa de Steve en los juicios perdía terreno y ya estaba contra la pared. Sus amigos se alejaron poco a poco, negándose por teléfono, dejando de frecuentar los lugares que solían visitar para divertirse. Al final cortaron todo lazo con "El demonio de la carretera", nombre que le dieron los diarios locales. Pronto cambió los paseos matutinos y vespertinos por los nocturnos, evitándose un sinfín de problemas, que iban desde los insultos hasta las agresiones.


Sacó un cigarrillo de su bolsa, internándose en el sendero del parque. Se preguntaba si la gente de verdad, lo aborrecía o tan solo creían lo que publicaban las noticias, con tintes amarillistas. De su lado sólo se encontraban algunas personas como su padre, su madre y el abogado quien, no obstante, parecía estar perdiéndole la fe. La persona que más le importaba era Loretta, creía al igual que casi todo el pueblo que Steve había provocado el accidente o por lo menos eso sostenía el fiscal. No tenía la fuerza de preguntarle frente a frente, no ahora. Howard estaba siendo canonizado por el fiscal: Una vida ejemplar que El demonio de la carretera había segado sin misericordia. Tal vez si Steve fuera un héroe para el pueblo, el problema ya se hubiera solucionado. Alguien, a quien el pueblo admirara. Los niños pelearían por horas para escogerlo, pero un pueblo tan pequeño no tenía héroes, o por lo menos no con súper poderes.


El viejo Green mantuvo su ferretería abierta por más de cincuenta años, la gente aún lo recordaba. Mike Foreman rescató a la hija de los Thompson en la inundación del treinta y dos. Warren Smith ganó el concurso interestatal de comer donas, día feriado anualmente en el pueblo. Esos eran los héroes del pueblo, ellos y el nuevo socio del club: Howard Gallager, el hombre que vio cortados sus sueños.


El humo del pitillo subió, haciéndose visible a la luz de las farolas del parque, la luna se escurría asomándose entre las ramas de los árboles. Éstas formaban un gran túnel; se sentía completamente solo, desprotegido. Sus acompañantes: El ulular de un búho y esporádicas ráfagas de viento. Sobre una de las jardineras pudo ver una silueta, sentada sobre la fría piedra, exhalando bocanadas de humo y la vista fija en los arbustos pegados al muro. Se aproximó extrañado por ver a otra persona merodeando en el bosque a esas horas. Su sorpresa desapareció un momento después cuando supo de quien se trataba. Sus pasos lo habían llevado inconscientemente al lugar que solía visitar con su novia hace varios años. Se acercó con cautela y se sentó a un par de metros de Loretta, que a pesar de notar la presencia de Steve, no giró su rostro para mirarlo.


—¿Cómo has estado? —preguntó Steve.


—¿Cómo quieres que esté?


—Escucha —dijo Steve después de guardar silencio unos minutos —, lamento lo de Howard. Te juro que yo no tuve nada que ver con su muerte. Bueno, corríamos exponiendo nuestras vidas y aunque antes deseé con todas mis fuerzas que desapareciera de la faz de la tierra, no hice nada para provocar el accidente, yo no quería eso, nada de eso. Si pudiera cambiar las cosas lo haría, pero no está en mis manos. Quisiera nunca haber entrado en la fuente de sodas o aceptar la carrera... Sólo quería que me notaras aunque fueras de otro hombre, sólo quería que me miraras, que supieras que existía, sólo eso. No sé en qué momento el sentimiento se me fue de las manos. Quiero disculparme aunque de verdad no sirva para nada, es sólo que lamento tantas cosas en la vida, pero ninguna tanto como ésta. Cuando acepté el reto nunca pensé en este desenlace, para serte sincero, el que trataba de no morir era yo, jamás imaginé... No sé cómo explicarlo...


—¿Y se supone que esas palabras deben de reconfortarme? ¿O tal vez darme una nueva perspectiva de las cosas? No. ¡No! ¡No, Steve! Quizá para ti Howard no era más que un mastodonte con músculos, para ti no era más que el tipo que te quitó a la novia... Él era algo más, era mi esposo, el hombre a quien amaba, tenía sus defectos, pero lo amaba. No me casé con él a la fuerza, hay una parte de él que jamás conocerás, era una buena persona, sensible, y lo más importante me amaba como jamás me sentí amada por nadie. Guárdate tu discurso para alguien que te lo crea porque yo no. Lo he perdido todo, ¿Acaso no lo entiendes? —Loretta se desahogó en un mar de lágrimas.


Steve guardó silencio unos momentos.


—Lamento que creas que mis palabras eran para hacerte sentir mejor, no era mi intención. Sólo quería que conocieras mi versión y no me juzgaras, sin saber lo que realmente sucedió. Lamento lo de tu pérdida, yo acepté el reto, pero no fui yo quien lo lanzó. Howard bien pudo detenerse en la carrera, antepuso todo a su honor, no quería perder y le costó la vida. Ese era el Howard que conocí. Lamento no haber conocido su lado sensible. Siento haber provocado la pelea en la fuente de sodas, pensé que hacía lo correcto. ¿Con qué cara me reclamaría? Pasó toda la escuela golpeándome cada semana, ¿lo recuerdas? Si hubiera tenido la delicadeza de no aplastar su puño contra mi rostro, podría yo haber visto su lado sensible... En fin. Fue un error hablar contigo, me voy... —dijo Steve levantándose.


—No hables así de él. ¡No lo conocías! ¡No tienes derecho!, Si él estuviera aquí... —la rabia se desbordaba en Loretta.


—¿Qué? ¿Me mostraría su sensibilidad sembrándome su puño a la mitad del rostro?


—Si has venido a torturarme, mejor lárgate. ¡No vuelvas a hablar así de él, no en mi presencia! ¡Le prometí amarlo por siempre! ¡Fue una promesa¡ ¿Acaso no lo entiendes?

La mansión VöllerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora