14. Calm.

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Estar de vuelta en el suelo al que llamaba casa siempre se sintió vacío, y después de ser atacada entre mis propias paredes me sentía aún más expuesta. Se hacía más difícil seguir cada día ignorando lo mal que me encontraba, pero era demasiado terca para admitir que necesitaba ayuda. Esas palabras nunca saldrían de mi boca mientras me quedara algo de dignidad.

Siempre podría acabar ahogándome en antidepresivos.

Al final del día, me hundí en el sofá de siempre, mi mano apretando uno de los libros que había leído más veces de las que podría admitir, y me dispuse a continuar la triste rutina que me obligaba a llamar "vida".

Cuando iba diez páginas dentro del libro, el teléfono sonó.

El sonido me hizo saltar en mi asiento, pero para cuando el siguiendo pitido vibró por el aire, ya estaba sobre mis pies y en camino a responder.

Tomé el aparato y, llevándolo a mi oreja, murmuré un saludo lastimero. Un silencio en la línea me hizo considerar que fuera una llamada equivocada, pero luego de varios segundos, una voz habló.

—Evelyn.

Mi corazón dio una vuelta dolorosa en mi caja torácica. —Mamá.

—No suenas feliz.

El tono condescendiente en la voz de mi madre no me pasó por alto. Finalmente, recordé que yo ya no era una niña pequeña bajo su constante escrutinio. —¿Debería estarlo?

Ella suspiró. —No, supongo que no. La tía Blair murió anoche.

—¿Murió? —Me arrastré hasta sentarme sobre el taburete de la cocina, aún procesando la noticia.

Mamá se tomó un momento. —Eso es lo que dirán en el funeral, pero realmente... No se si debería decirlo.

—Habla.

Mamá suspiró. —Evelyn, mi hermana se suicidó. La encontraron colgada de sus sábanas esta mañana. Los doctores dicen que estaba empeorando, que decía escuchar voces cada vez más a menudo. Estas... voces, le decían que tenía que acabar con su vida. No había nada que los medicamentos pudieran hacer por ella.

Escuché. O eso creo. De repente me sentía en otro planeta, a millones de años luz del teléfono. Una realidad alternativa donde era yo, envuelta en una camisa de fuerza, colgado como una muñeca, con las sábanas ajustadas alrededor de mi cuello, atadas en un nudo doble en mi ventana. Mis ojos abiertos, mirando a la nada.

¿Las voces alguna vez se callarían, al menos después de la muerte, o me perseguirían aún después?

La única con la respuesta sería la tía Blair, y ya saben donde acabó.

—...¿Evelyn, niña, sigues ahí?

Me forcé a esta presente. —Aquí estoy, mamá, continúa.

—El funeral será en una semana. La medicina que le daban a tu tía era de prueba, así que los de la compañía tienen derechos de autopsia para saber cómo funcionaba el producto y esas cosas. No tendremos el cuerpo hasta entonces.

Cuerpo. Un par de susurros incitantes, una sábana después y ya dejas de ser tía Blair, y te conviertes en un "cuerpo". Casi reí. —Escucha, sigue siendo algo pronto. Tengo que buscar vuelos disponibles, y pedir un par de días libres, ¿Me darías un par de días para confirmar?

Su madre casi sonaba indignada. —Lamento que la muerte de tu tía sea tan inconveniente para tu nuevo estilo de vida, Evelyn. Me aseguraré de cuando sea mi turno puedan avisarte con algo de antelación.

Y sin esperar otra respuesta, colgó.

Me quedé al teléfono, escuchando el tono con decepción. Y enojo. No podía creer que ella me siguiera hablado así. Tenía veinticinco años y una vida por mí misma. Bien, si es que eso se podía llamar vida.

Desesperada, supe que el respiro que necesitaba no lo encontraría entre las cuatro paredes que me encerraban. Entonces tomé un abrigo y mi bolso, dirigiéndome a la puerta antes de que el lado racional de mi cabeza se abriera paso entre mis pensamientos impulsivos.

Afuera estaba frío, justo lo que necesitaba para aclarar mi cabeza. Caminé sin rumbo por varias calles, disfrutando lo simple del sonido de mis botas contra el pavimento y el brillo de la luna sobre los postes.

No eran más de las ocho, y observé atentamente como las puertas de una tienda se abrían, para dejar salir un grupo de mujeres de mediana edad, sonriendo como colegialas. Me pregunté qué se sentiría tener esa clase de amigas.

En la vitrina se mostraba un bonito vestido negro, con un escote sin mangas, recto y bajo, ceñido en forma de reloj de arena en lineas de pliegues, abriéndose levemente hasta acabar en una línea bastante sobre la rodilla. Era precioso, aunque solo podía imaginarme la cara de mi madre si alguna vez me viera en algo así. Deja de lado en un funeral.

Continué caminando, manteniéndome distraída de todo, mi mente aún mostrándome pedazos del vestido prohibido. No iría al funeral, decidí en algún lugar entre el semáforo de la cuarta y el cruce de Crimson Avenue. Aunque eso no me detendría de conseguir el vestido.

Una vez miré el reloj, giré sobre mis talones y me dirigí de vuelta a mi pequeño nido de tristeza.

No fue hasta que me detuve a esperar a que el semáforo cambiara a rojo que miré a mi derecha, siguiendo las luces tenues y una suave oleada de música suave, conversaciones mezcladas y olor a especias italianas.

Un restaurante simple, con aire de bistro y enredaderas escalando sus paredes de ladrillo. Aburrida, mi mirada viajó por encima de las cabezas, con el rabillo puesto en la luz verde del semáforo, hasta que se detuvo en una mesa junto a la pared.

Una cabellera demasiado conocida se movía detrás de un menú. Cuando la carta fue puesta sobre la mesa, el rostro del doctor Spencer Reid se mostraba sonriente. Sus ojos estaban puestos en una mujer rubia sentada frente a él. Su perfil era visible, y era especialmente bonita. Se veían relajados el uno con el otro, como si se conocieran de toda la vida. No lucían como familiares, y ella definitivamente no le sonreía como si fuera un primo. Jugaba con sus preciosas hebras doradas como si conociera el juego que jugaba, y estuviera dispuesta a ganar la partida. El semáforo cambió a rojo y crucé la calle más rápido de lo que hubiera pensado posible.

Tenía que ser ella.

Me sentí estúpida por no haberlo pensado antes. Los hombres son tan simples que es casi increíble que piensen por sí mismos. Fui abandonaba a mi suerte porque el doctor Reid tuvo una inesperada visita sorpresa. Una rubia de portada con sonrisa de comercial de dentífrico y sus neuronas quedan fritas.

De repente, ese vacío inexplicable se llenó con algo malo. Ira.

La clase de ira que te llena las venas de adrenalina y te hace querer hacer cosas malas sin motivo aparente. Estaba harta de que mi vida dependiera de las decisiones de los demás. Troté rápidamente hasta la tienda, esperando que siguiera abierta, y conseguí el vestido de la discordia.

Iría al funeral, usaría el vestido, y enojaría la mierda fuera de mi mamá. Luego jugaría las cartas con el doctor Reid.

Sonreí, sosteniendo mi bolsa de compra mientras abría mi apartamento.

Un poco de maldad no le hace mal a nadie, y si las voces iban a seguir empujándome a ser mala, pues ya era tiempo para que fueran de utilidad.

Fear of the Dark - Spencer Reid.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora