Relojero.

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Terminé de pintar a Erne, llevo como 4 horas pintando sin parar. Ya el inclemente sol del Caribe, de Cuba, está insoportable y me castiga sin parar hace un rato pero no me importa. Nada molesta a un artista cuando cree en su arte, ni siquiera el miedo al cáncer de piel tan común en está parte del mundo en forma de caimán que ya no está tan dormido, creo.

— ¡María! ¡María! —grito.

María es mi vecina, es una artista como yo. Ella no pinta, canta o baila, ella es ama de casa y para mi eso de siempre tenerlo todo tan hermoso y en perfecto orden viviendo en un cuarto sin pintura ni adornos es algo tan glorioso como un cuadro de Proenza. Mi vecina es vieja, tan vieja como los viejos son con sus mañas y reproches siempre está peleando, gritando y husmeando por las esquina para enterarce de "lo que se habla" el chisme, el chisme y nada más que el chisme, eso si, en 73 años jamás ha dejado de hacer su arte. Es una vieja menuda, con cabellos blancos a la moda de antes, anillos de aluminio que para ella son de oro y una extraña afición al ron más común en albañiles que en damas de época y que tanto, si la historia viera como María ha vivido su vida, luchado y padecido desde que nació en los campos de Cuba la llamarían "María, la constructora de sueños y le regalarian todo el ron que se fábrica en este país, que no es poco.

— Dime mijo —me responde algunos minutos después asomando su cabeza de ansiaba bondadosa por entre los barrotes de su oxidada ventana.

Su voz es dulce como solo las voces de madre son, ella dice que me parezco a su hijo, al que le mataron en Angola. A veces incluso en los delirios que producen el sol y la vejez llega hasta mi puerta abre sin tocar y se queda mirándome, creo que lo hace para convencerse de que no soy su hijo o tal vez para creer que si lo soy, una lástima lo de Angola.

  —Vecina buenos días, seria tan amable de decirme la hora.

Siempre la trato con respeto, los viejos merecen el respeto de los jóvenes y de la historia, aunque casi nadie lo entienda.

  — Son las 12:38 mijo —en su voz se siente un afecto mutuo. De madre e hijo.

  — Gracias vecina —la veo esconder su cara entre las sombras de su cuarto, creo que lloraba.

Mierda que tarde me ha cogido y todavía necesito un reloj. Bajo a mi cuarto y me visto, no tengo espejo así que solo sabré si me veo bien cuando me miren 2 o 3 chicas por la calle. Me pongo mi pantalón ancho, mis zapatos gastados y mi T-shirt blanco. Bajo las escaleras a prisa y salgo a la calle. El pavimento está ardiendo y hasta con zapatos siento el calor del mediodía, en los hombros y los pies, si el infierno existe debe estar bajo Cuba. Iré a casa del señor al que le vendí el reloj de mi padre, fue un error venderlo lo sé pero necesitaba drogarme para pintar mejor ¡que me juzgue Dios! pienso y sigo mi camino. Al señor que le vendí el reloj le dicen "el relojero" así sin más, creo que nadie sabe su nombre y según él le pusieron el apodo en la Sierra cuando luchaba codo a codo con el Che, nadie sabe si es verdad.

-— Coño mi hermano —me saludan.

  — ¿Que hay men? —mierda que sol, que calor y que pocas ganas de converzar.

  — El sábado de la semana que viene vamos a hacer un "party" en casa de Patricia, ve si quieres.

  — Ahí estaré —genial una fiesta, todo lo que necesita un artista para concentrarce, probablemente.

  — Acuerdate de llevar jugada.
No hay mayor sonrisa de complicidad que la de 2 amigos que hablan de cosas ilegales en plena calle y con un par de inspectores mirando desde el otro lado de la calle, a esa sonrisa solo la supera la de los enamorados, no lo se yo no he amado a otra persona que a mi gata.

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