Dedos.

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Estaba a punto de hacerlo, todo en mi cuartucho estaba en su sitio excepto 3 cosas: una soga, una silla y yo. Sentía como del otro lado de la puerta los fríos dedos de la muerte golpeaban mi puerta ansiosos por llevarme allá tan lejos donde las aguas son más salobres, dende se quejan los buenos, donde se quejan los pobres. La soga estaba atada a un ramillete de cabillas oxidadas que probablemente no aguantarian mi peso con todo y que ya casi ni comía, solo fumaba, tomaba y pintaba día y noche, noche y dia, todo un artista. El golpeteo de los huesitos que tiene la encapuchadas por dedos chocaban más alto, más incesante contra los tablones de roble de mi puerta, si no fuera porque es mi imaginación había despertado a los vecinos. De repente una idea fugas sobrevoló <<¿y si no es en mi puerta donde toca la muerte?>> era casi imposible porque allí estaba yo, somnoliento y medio borracho tras una fiesta que la chica más linda del mundo me había arruinado.

- No deberías pensar en ella -me dije en voz alta cuidando no elevar mi tono para que nadie estropear mi plan suicida.

Allí seguía yo a tan solo 40 centímetros del suelo, centímetros que parecían millas hacia la prisión de una libertad oscura y siniestra como la muerte que nos acecha, que me acecha. La soga negra de Nilon me quemaba el cuello y me hacía sangran cuando torcia un poco la cabeza. Estaba en ropa interior y mis calzoncillos de un verde represor se veían casi negros ante la oscuridad de una madrugada sin luna en el trópico. Una ventana estaba semi abierta, no por voluntad mía sino porque estaba destrozada y de una manera muy comunista yo nunca había arreglado dejaba entrar un brillo tenia de las estrellas reflejadas sobre algún carro tan viejo como nuestros pesares. A esa hora se escucha todo y a quien esta a punto de cometer acto fatal se le agudizan los sentidos, en parte para hacerlo desistir, en parte para hacerlo cometer, otra de las estupideces que piensa alguien antes de suicidarse con el objetivo de alargar si vida tanto como los pensamientos lo dejen. En la quietud del barrio se escuchaba un ladrido que desafiaba al silencio, gatos luchando a muerte por los premios de la basura, una patrulla azul que navegaba en un mar tan negro como el odio que se le tenía. Un vagabundo triste que lloraba por los dolores de su miseria, mi miseria, nuestra miseria, deberíamos compartir más. Lo más dramático de la obra era que por sobre todas las cosas yo escuchaba los dedos de la muerte, con su canto fúnebre sobre mi puerta. Ya no solo los golpeaba al ritmo de los tambores negros sino que los pasaba y rasgaba la madera con sus garras de hueso y sacaba chispas contra los clavos.

En los senderos de una depresión para decidir mi salvamento o muerte en el arriesgado juego que es pensar con la soga al cuello mis neuronas en su eterna sinapsis me brindaron la última herramienta para decantar hacia fatales sacramentos, pensé en mi cuerpo. Solo mi cuello cortado por fricción y mi cabeza estaba en su sitio, el reto de mi cuerpo flotaba a un metro y medio de mi, de lo que quedaba de mi y yo lo veía. Asco me dio desde la primera vez que lo vi y asco me daba ahora, quizás última vez que lo vería. Mis hombros caídos y anchos, mi pecho flácido al que innumerables flexiones y pesas no habían logrado endurecer, mis costillas de espada amenazando con destrozar mi piel completando la asimetría de mi Arsenal para la vida, una el Everest otra el Pico Turquino y ambas tan agrestes. Mi barriga dura y gorda, grasienta, agrietada y blanca como los genes que me preciden se presentaba ante mi como las entrañas que cubre y más viví ejemplo no hay en el mundo de que a veces ni el esfuerzo más grande da la más pequeña recompensa, 25 años de abdominales y ni un cuadrito, mis caderas más dignas de una mujer que de un hombre tan anchas como mis hombros pero más gordas, feas y viles. Mis muslos de ninfa surcado por las navajas y cuchillas que por voluntad de mi sufrimiento castigaron de la manera más cruel la juventud de mis muslos, la gente se corta las muñecas y para mi eso es solo una forma de inspirar lástima, nosotros los que de verdad sufrimos los agravios de las depresiones eternas llevamos las marcas como sombrasdo de nadie ve y nadie sabe, en respeto a nuestro dolor y en homenaje a nuestra valentía, los suicidas no se cortan las venas. Mis rodillas con pieles flácidas. Mis brazos inmóviles llegaban hasta un poco más abajo de las pistolas de mis caderas colgando de una forma muerta, me recordaba a los minutos que seguirían. Gruesos y llenos de petequias que le daban a mi piel -blanca de nacimiento- un tono morado como el más común pez de río. Un cuerpo por debajo de la media, de lo último y de lo horrible. Jamás entendí como pude gustarle a alguien, a tantas personas, el mal gusto es parte de la vida de los cuerpos que la naturaleza desprecia. En un mundo donde siendo delgado eres tan hermosos como el sol en Siberia los gordos lo tenemos bien jodido, sitiendo todo que no hay ser en el mundo al que guste tu templo dañado por los años, sin dieta que t contemple y con la envidia en la mirada ante aquellos amigo que son gratos a los ojos de las impuras, de las honradas y de las intermedias, no pedimos el cuerpo que nos dan, ni nacer, ni ver o no ver, ser normal o escoger un camino diferente. Escogemos cambiar esas cosas con esfuerzo pero a veces -siendo yo ejemplo- ni todo el esfuerzo de una vida sirve para algo. La vida es una convergencia de desastres al que el humano se adapta, o como yo, se mata por no hacerlo.

La muerte estaba impaciente y yo tenía el resto de mi vida para hacerla esperar pero cuando se me agotaron los sonidos de la noche, las historias por contarme, las descripciones por hacerme y las mentiras para consolarme el mundo se me fue de pronto y la soledad me segó. Escuche la música de la que me hablo aquel ciego-loco en los lejanos días de mi felicidad -solo habían pasado semanas desde q fui feliz pero no hay nada más triste que la muerte, a menos que sea para em propio muerto- y acto seguido la soga me apretó la garganta tan fuerte que algo se quebró, no fue la traquea y nunca supe que fue, sentí el aire escapar de mis pulmones como las hojas de otoño, primero poco a poco y después en manada, huía de mi por haberlo traicionado y yo me aferraba a él como si fuera un amor de adolecentes. Un calor repentino me acarició los muslos, era cierto de que uno se orina cuando la vida poco a poco nos abandona en forma de lazo.

Era una casita preciosa en medio de los campos, tenía un fogón de leña donde se acumulaba la ceniza de los días que pasaban, sobre 2 bloques ennegrecidos por la combustión de los bosques reposaba un caldero igual de negro, allí preparábamos la comida nuestra de cada día y la de los cerdos que reinaban en la podredumbre de los corrales al final del patio, tras la seiba de los Santos. Un perro viejo y pulguiento dormía en una esquina del suelo terrícola donde cada noche escarbaban las lombrices, un gato tuerto vagabundeaba tras ratones que no aparecían nunca, ranas que eran más rápidas que su ojo e insectos que volaban a otros mundos lejos de sus garras gastadas por los años y la dura vida de sus dueños. Varias gallinas que dormían en unos palos del patio caminaban picoteando el polvo en busca de los trozos de panes que comían nuestras bocas de amantes eternos. En dos taburetes descanzabamos, yo con mi camisa humilde, ella com su vestido pobre, juntos con nuestras migajas de amor para alimentarnos el uno al otro y a los que pasaban por la casa. El café en un jarro metálico y marrón por innumerables coladas, los platos plásticos, las cucharas de madera basta y poco talladas, el caballo en el patio, las vacas en el potrero, el amor en la casa. El sol despuntaba iluminando las pencas de nuestra amada casa, un amanecer hermoso despuntaba y me atrapaba cada mañana contemplando su silueta desnuda y amada. Vivíamos en una miseria total luchando con nuestras manos contra todo lo que el mundo nos deparaba, éramos felices si, con nuestra hambre y nuestras caras demarcadas. Cada día yo partía a arar la tierra, ordeñar a las vacas, alimentar a los cerdos y descansar en la hamaca bajo el roble de la esquina que entendía de esas cosas, dar sombra y mirar nuestro amor de tarde. Follabamos allí cuando el calor aumentaba, nos desnudabamos bajo el roble como bestian insaciables y nos dejábamos destruir el uno al otro buscando el consuelo para el hambre y el cansancio, a los ojos intranquilos de las gallinas, las vacas, el caballo, el perro viejo y el gato tuerto, nos amábamos sin miedo al viento, al sol o a las nubes de tormenta. Allí sin mar, sin comida, sin dinero éramos felices para siempre. Era ella con sus dientes extraños, sus ojos del tiempo y su mirada amada la que me hacía olvidar la miseria y las desgracias. Era yo con mis cicatrices, mis cabellos duros y mis mañas mañas quien hacía que ella olvidara, nuestro arte de la desgracia.

Entonces volví en mi a segundo de la muerte, la puerta estaba abierta y el aire frío, fétido y pesado de los infiernos entraba. La muerte estaba parada allí inmóvil esperando que la cruel soga acabara conmigo y yo me deje morir, me deje matar por la vida, por Cuba y sus cañas amargas. Entonces volví a pensar en ella y en las ilusiones que la muerte como verbo en el hombre divaga. Me arrepentí de colgarme pues de haber esperado un poco más me habría acostado con ella, la hubiera amado por segundo, por minutos, por horas, días o vidas, supongo que allí colgado no había mucha esperanza de poder verla. La soga me apretaba tanto, la muerte seguía con sus dedos golpeando la puerta y yo no me rendiría. Estire los pies hasta el subsuelo, hasta que sentí los cuernos del diablo pincharme las plantas descalzas y en dos cocinas de aire la vida me volvió al Alma.

- Seguramente soy el imbécil más grande del mundo -grité mientras bailaba y me sacaba la soga del cuello.
Resulta que no me había dejado caer como me había obligado a creer, solo me había sentado y por eso la soga me apretaba tanto. Era un idiota al que una ilusión y un estirón de pie la habia salvado la vida. También ella había hecho su parte, mi perfecta desconocida, el amor de mis 25 años, fue la primera vez que ella me salvó la vida. Miré la hora y eran las 5 de la mañana, ya casi era la hora de verla y una felicidad cálida me invadió de repente tanto que le sonreí a las paredes y a mi Ángel de la guarda. Fui a revisar la puerta que estaba abierta y entonces los vi, arañazos profundos como cuchilladas en la piel. Realmente la muerte había estado allí.

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