En 1958, Beaufort, situado en la costa cerca de Morehead City, en Carolina del Norte, era el típico
pueblecito del sur de Estados Unidos. Era la clase de lugar donde la humedad se disparaba tanto en
verano que, incluso con el simple acto de salir a buscar el correo hasta el buzón, a uno le entraban
ganas de ducharse, y los niños correteaban descalzos desde abril hasta octubre bajo los robles
centenarios recubiertos de musgo. La gente saludaba desde el coche cuando se cruzaba con alguien
por la calle, tanto si lo conocía como si no, y el aire olía a pino, a sal y a mar, un aroma distintivo de
los estados de Carolina del Norte y del Sur.
Para muchos habitantes de Beaufort, actividades como salir a pescar en la bahía de Pamlico o ir a
capturar cangrejos en el río Neuse constituían una actitud frente a la vida, una forma de ser; por eso
siempre había un montón de barcas amarradas a lo largo del canal intracostero.
En aquella época, solo había tres canales de televisión, aunque la tele nunca fue un pasatiempo
fundamental para nosotros, los niños del pueblo. En vez de eso, nuestras vidas giraban en torno a las
iglesias (solo en Beaufort había dieciocho). Tenían nombres como: Primera Iglesia Cristiana
Reformada, Iglesia de los Perdonados, Iglesia del Domingo de Expiación. Además, también estaban
las iglesias bautistas. En mi infancia, eran a todas luces las más populares en el pueblo;
prácticamente, había una en cada esquina, si bien cada una de ellas se consideraba superior a las
demás. Había iglesias bautistas de todos los tipos: bautistas libres, bautistas misioneras, bautistas
independientes…; bueno, supongo que ya me entiendes.
Por entonces, el gran acontecimiento del año estaba auspiciado por la iglesia del centro del
pueblo —bautista del sur, para ser más precisos— juntamente con el instituto de la localidad. Todos
los años, sin falta, organizaban una función navideña en el teatro de Beaufort. Se trataba de una obra
escrita por Hegbert Sullivan, un reverendo que era miembro de la iglesia desde que Moisés había
separado las aguas del mar Rojo. Bueno, quizá no fuera tan viejo, pero sí que era lo bastante mayor
como para que se le transparentaran las venas a través de la piel viscosa y translúcida (los chiquillos
juraban que podían ver cómo corría la sangre por sus venas). Además, tenía el pelo tan blanco como
uno de esos conejitos de pelaje suave y cola algodonosa.
La cuestión es que fue él quien escribió esa obra de teatro llamada El ángel de Navidad, porque
no quería seguir ofreciendo Cuento de Navidad todos los años. A su parecer, Scrooge, el personaje
principal de la obra de Dickens, era un pagano que había llegado a la redención porque había visto
fantasmas, no ángeles. ¿Y quién sabía si esos fantasmas habían sido enviados por Dios? ¿Y quién
podía estar seguro de que el personaje no recaería en sus malas prácticas de nuevo, si los fantasmas
no habían sido enviados directamente del Cielo? Ese matiz no quedaba claro al final —en cierto
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Un Amor Para Recordar
RomancePrólogo A los catorce años, mi vida cambió para siempre. Sé que hay personas que se sorprenden cuando me oyen hablar así; me miran con interés, como si Quisieran descifrar qué es lo que sucedió, aunque casi nunca me molesto en dar explicaciones. M...